Se pueden discutir muchas cosas en relación a la condena y a la retirada del acta de diputado de Alberto Rodríguez, desde la propia sentencia hasta el embrollo jurídico y competencial que su accidentada aplicación ha generado, pero lo que no se puede discutir es que los siete años que la administración de justicia ha tardado en juzgar los hechos objeto de litigio es un plazo de tiempo rigurosamente inaceptable.
A Alberto Rodríguez se le juzgó hace unos días por propinar supuestamente una patada en la rodilla a un guardia en el curso de los forcejeos habidos en 2014 en una manifestación contra la infausta “Ley Wert” de Educación. Dejando a un lado, que ya es dejar, que la única prueba acusatoria de tal agresión era la declaración del agente, contradictoria con la del acusado, el caso no comportaba complejidad jurídica alguna que justificara semejante dilación, una extrema dilación, por lo demás, reconocida en la sentencia hasta el punto de constituir una poderosa atenuante. Sin embargo, los siete años empleados en juzgar una patada y la circunstancia de no haber más que una palabra, la del policía, contra la otra, la de Rodríguez, induce a pensar a muchos, juristas y profanos, si esa atenuante no debería haber sido más poderosa todavía, rolando, sin más, a una eximente absolutoria.
Ahora bien; a partir de ahí, la cuestión ya no podía ir sino de cráneo: condenado Alberto Rodríguez a una multa de 540 euros y suspensión del derecho de “sufragio pasivo” durante 45 días, es decir, no poder presentarse a elecciones durante ese tiempo, los letrados de la Cámara concluyeron que no había razón jurídica para despojarle de su acta, pues cuando se presentó no pesaba sobre él ninguna sentencia que se lo prohibiera. Pero, por si las moscas, la presidenta del Congreso pidió al Supremo aclaraciones, y entonces éstas llegaron de la mano del juez Marchena, presidente de la Sala Segunda, en menos que canta un gallo, en tiempo récord: quítesele el acta, despójesele del escaño. Y Batet, rauda igualmente, obedeció.
Y aquí, pareja a la de la inconcebible morosidad, surge la segunda clave, deslizada sin querer por Iceta en su petición de un fuerte aplauso para Meritxell Batet “porque ha evitado un peligrosísimo enfrentamiento entre instituciones”. En efecto, lo ha evitado, pero a costa de sentar un incluso más peligrosísimo precedente, pues hay muchas maneras, además de ésta de agachar las orejas, de evitar enfrentamientos entre el poder legislativo, máximo órgano de representación de la soberanía popular, y el judicial.