Los ciudadanos elegimos a nuestros representantes para la gestión de las cosas que nos afectan, para que gasten bien nuestros impuestos y para que nos hagan la vida mejor, solucionando problemas. No los elegimos para que aumenten la burocracia, para que se gasten mal nuestros dineros ni para que se inventen problemas donde no los hay y no resuelvan los que afectan a nuestra vida diaria. En la gestión de la pandemia, las comunidades autónomas, que tanto critican muchos --con razón, en ocasiones veces, y a veces sin razones--, han dado un ejemplo a toda Europa y, a pesar del desconcierto inicial y de la mala gestión del Gobierno central, han permitido que hoy esté vacunado el 90 por ciento de la población, muy por delante de los grandes países europeos. Gracias a eso, aunque las cifras van subiendo y sigue sin haber una legislación nacional que ampare el trabajo de las autonomías en esta materia, España ha podido recuperar una cierta normalidad, aunque no sea ni vaya a ser en mucho tiempo la de antes. Queda mucho por hacer porque todos, ciudadanos, empresas, instituciones hemos quedado tocados por una de las peores crisis de la historia.
Dicho eso, ¿alguien puede creer en serio que el debate político sea sobre la inviable e inútil reforma de la ley de amnistía para perseguir los crímenes del franquismo; sobre ex ministros como Rodolfo Martín Villa, clave en el proceso de transición pacífica a la democracia; sobre Franco, resucitado una y otra vez por la izquierda cuando las cosas van mal; sobre el desmantelamiento del Valle de los Caídos; sobre lo que sucedió hace cuarenta o hace ochenta años, sobre la memoria histórica, la democrática o lo que sea, esa que saca cuando interesa “el comodín del 36”, que dice Nacho Torreblanca, y que olvida “la otra España” y la memoria cercana de los casi mil asesinatos de ETA, en lugar de hablar del duro presente y de un futuro que debería ser generoso inclusivo y solidario como lo quisieron unánimes los políticos de la transición?
Nos engañan. Nos toman por tontos quienes creen que una farsa puede tapar la realidad. A nuestros políticos de uno y otro lado, a los que están preocupados porque a su derecha o a su izquierda surjan otros que les puedan quitar votos, hay que exigirles que se ocupen de la gestión de las cosas, de presentar planes y proyectos realistas para arreglar lo que va mal hoy. Y la lista es larga: la imparable subida de los precios de la electricidad y del gas; la escalada de la inflación que amenaza a todos, especialmente a los pensionistas; la incapacidad para llegar a un acuerdo con la patronal en asuntos básicos; la permanente revisión a la baja de las previsiones de crecimiento del Gobierno que hacen inviables los Presupuestos; la temporalidad y la precariedad en el empleo; el desempleo juvenil, el mayor de Europa; el cierre de una de cada cuatro tiendas que existían antes de la pandemia y el final de muchas empresas ahogadas por la covid; el más que previsible desabastecimiento de productos y materias básicas; el apabullante crecimiento de la deuda y del déficit públicos; el fracaso de la implementación del Ingreso Mínimo Vital, y de la gestión de las ayudas de la SEPI a las empresas que la burocracia administrativa es incapaz de gestionar con rapidez y eficiencia; el fracaso escolar que se esconde rebajando el nivel, eliminando exámenes de recuperación y pasando a alumnos o dándoles títulos con asignaturas suspendidas; la incompetencia de un ministro de Universidades que tiene enfrente a rectores, profesores y estudiantes. ¿Cómo no va a surgir una Plataforma de la España vaciada, que exige atención para sus carencias, si los políticos están a otras cosas como el control del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional o a conceder indultos ilegales mientras crecen la pobreza y la desigualdad? Es la gestión, estúpidos, es la gestión. Y debemos exigirles que se dediquen a ello.