El ojo público | ¡Qué bello es morir!

El ojo público | ¡Qué bello es morir!

Fue en Meirama, cerca de la central eléctrica. Esa misma en la que antaño se podía vislumbrar su silueta ferrunginosa e imponente coronando una pequeña colina desde la autovía de Madrid. Hace un par de años la hicieron saltar por los aires de una manera realmente hermosa. La destrucción, a veces, es infinitamente más estética que la creación. 


El caso es que bajé por la ladera con la cámara colgando al cuello, que se balanceaba en mi pecho como un péndulo negro, agorero, y seguí la estela de las ruedas de un camión de bomberos a través de los matorrales. Alcancé a ver unas llamas de esas rojas, rojísimas y fuertes, de esas que te hacen temblar las piernas un poco a medida que te acercas y que te permiten sentir el calor en el rostro como si estuvieses peleando con las brasas de los criollos en la verbena del pueblo.


El viento hacía que la humareda tirase para el lado opuesto de los matojos entre los que trataba de abrirme paso, y que con su roce y poco a poco, iban tiznando mis vaqueros negros con tonos redundantes. 
Los fotógrafos de prensa, al igual que las mujeres, son capaces de realizar dos tareas a la vez. En nuestro caso siempre es trabajar y hacer el imbécil al mismo tiempo.


Tras sostener con hechos la reflexión, a los pocos pasos, unas potentes luces intermitentes delataron el camión de los brigadistas entre unos árboles, y a pesar de que simplemente había descendido unos cien metros desde la carretera, ya estaba sudando como un reo mirando al patíbulo. En fin, cositas de reportero de saldo. Dadas las circunstancias, ajusté el ISO a la cámara y abrí un poco el diafragma de la lente, por eso de la mugre en el objetivo, que con tanta ceniza y cosa negra flotando no pareciesen las fotos que tenían más lunares que un dálmata. Que uno es cutre, sí, pero el oficio lo conoce y lo padece. En este caso, más de lo habitual.


Y entonces comencé a sacudirle bien al botón de la cámara. Sin prisas y ajustando encuadre y luz, que el sol tamizado siempre queda muy cuco entre humaredas y bomberos de cara sudorosa y ennegrecida, y con un poco de suerte, si me presentaba a un concurso de fotografía, me darían un premio.


Porque en los concursos de fotoperiodismo hay que presentar siempre fotos de incendios o de prostitutas si quieres ganarlos.


O ser bueno, claro.


Como todo iba bien, obviamente cambió el viento. Y de pronto dejé de ver. Todo se cubrió de oscuridad en un instante, y yo me quedé ahí como un pendón clavado en tierra de nadie. “Demonios”, pensé, “demonios”, repensé.


Y comenzaron a llorarme los ojos y a quemarme los pulmones y no podía ver ni una vaca a dos pulgadas. Fantástico. Traté de subir por la ladera, pero tropezaba con todo y al no poder respirar, bueno, cuando no respiras cuesta mucho andar y aún más cuesta arriba. En general todo es malo cuando no respiras.


Y me dije: “Maravilla, bien cagado chaval. Vas a palmar como un salmón ahumado. Mira que se van a reír a tu costa”. Y como la cosa consistía en hacer fotos y no de morir, decidí ponerme de cuclillas, tirar de la poca saliva que había en mi boca y escupir sobre la camiseta para taparme los morros y esperar a que el viento cambiase de lado. O que bajase Dios y lo viese o que viniese el Diablo a reclamarme los cien euros que le pedí prestados una noche de invierno.


Y así estuve un ratito largo que a mí me parecieron semanas. La relatividad del pánico.  Hasta que finalmente y entre las brumas, apareció una figura enfundada en un traje amarillo con unas gafas y una máscara cubriendo su rostro. Una especie de Darth Vader con la indumentaria del Cádiz club de fútbol. “Pero ¿qué haces tú aquí, desgraciado?”. Lo de desgraciado abarcaba varias acepciones. Y me agarró por el hombro y tiró de mí hacia la luz, que en este caso era sinónimo de salvación y de ridículo. “Ahogarme”, contesté sin demasiado ingenio, dicho sea de paso.


El tipo me arrastró hacia el sol del verano que brillaba en un cielo azul y limpio. A continuación, me plantó en el suelo de manera delicada e inmerecida para que recobrase el aliento. “Tú eres retrasado, ¿a dónde crees que ibas?”.


Mi cara negra como una noche, la ropa manchada, el pantalón roto, y escupiendo unos esputos que parecían el petróleo del Cáucaso. Menudo panorama.


“¿Pero tú lo ves normal?, ¡podrías haberla palmado! ¡Qué suerte has tenido!”, me recriminaba a grito pelado.


Sentado sobre una pequeña roca y tratando de recuperar el resuello miré para el tipo y comencé a reírme como un loco. Y no respondí y seguí riéndome un buen rato. A carcajadas. Hasta que el fulano, harto de contemplar a un chiflado, se encogió de hombros y se dio media vuelta para desaparecer de nuevo entre el humo y las llamas. Como un superhéroe que acaba de salvar al gatito sarnoso atrapado entre las ramas de un árbol. 

El ojo público | ¡Qué bello es morir!

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