El ojo público | Las cosas que nunca te dije

El ojo público | Las cosas que nunca te dije
Foto: Patricia G. Fraga

Susan Sontag decía que, desde su nacimiento, la fotografía ha estado ligada íntimamente a la muerte. Y por decir, también decía Bill Shankly, que el fútbol no es una cuestión de vida o muerte. Resulta ser algo bastante más importante. 

 

Por lo tanto, un simple y lógico modus ponens, sitúa al fotógrafo por encima del bien y del mal.

 

Os voy a contar un secreto. 

 

El secreto que hay en un instante, en un determinado y fugaz momento que otorga a la frivolidad que supone el asunto del fútbol un sentido pleno, precioso. Casi áureo. Y es que apostaría mi dedo índice, ese con el que logro que la cámara obture a mi orden, que es algo que ignoráis, un misterio que, con toda seguridad, no sois capaces de percibir desde vuestras fieles butacas de fondo o de preferencia o desde las del palco más exclusivo del estadio “bimundialista” (sí, nos hemos enterado) de Riazor.

 

Claro, por eso es un secreto, porque no lo sabéis.

 

Y es más que seguro que no hay un rincón de vuestro ser que albergue un atisbo de sospecha. ¡Qué ironía!, después de arrastrar vuestros huesos durante tantos años, (en la salud y en la enfermedad), por los aledaños de la catedral del fútbol gallego aún existen misterios en la cancha que no habéis sido quienes de desentrañar.

 

Supongo que tiene truco. Como todos los grandes secretos.

 

Así que seré generoso. Creo que es algo demasiado hermoso para que siga siendo patrimonio de unos pocos.

 

El truco es que hay que estar allí bajo. Es algo que únicamente se percibe a ras de césped, cuando tus ojos se cruzan con los ojos de los jugadores, y en ellos puedes distinguir con abrumadora nitidez su miedo, su angustia, su indiferencia, su euforia o su alegría. Cuando percibes y compartes su legítimo derecho a la fragilidad.

 

Ocurre allí abajo únicamente, como si la geometría euclídea confabulase para que el milagro suceda exclusivamente a escasos centímetros de la hierba.

 

Y sólo se manifiesta en un instante, en un inabarcable momento en el que uno anda a lo que ha de andar un fotógrafo. Cosas como estar concentrado en clavar el foco donde hay que clavarlo, o compensar la velocidad de disparo cuando se cuela algún sádico contraluz o te martiriza una molesta sombra del atardecer que cubre el terreno de juego con su manto coronado por la torre de Marathón y hace que se compliquen las cosas de un modo que no podéis ni imaginar.

 

En serio. Se complican. 

 

Pero eso es otra historia porque entonces llega eso de lo que os hablaba. Ese secreto. 

Y el delantero se planta ante el portero, o se desmarca y recibe el esférico más solo que el polvo, o todo confabula, por azar o por talento, para que a uno de esos tipos en calzoncillos azules se le presente una ocasión de gol nítida, cegadoramente inmaculada. Obscena. De esas que es imposible errar por muy torpe, por muy Abreu, por muy imbécil u oscuro que seas. 

 

Pero la incertidumbre del fallo siempre atosiga a los corazones.

 

Y ahí entra la magia del asunto.

 

Justo antes, en el instante inmediato a que la pelota traspase finalmente la línea de meta ocurre el milagro. 

 

El público calla. Enmudece. Se omite.

 

Y se despeña un silencio.

 

Y es un silencio tan vasto e inmenso, tan asfixiante y sólido, que se sostiene en el infinito como si colgase con pinzas en el tiempo. Un silencio de semicorcheas, una nada plena, un abismo.

 

Que le da sentido a todo. 

 

Todas las gargantas, todas las almas y corazones, quedan encogidos en una ausencia de ruido. En un coloso de ausencias. 

 

La posibilidad de una isla. De un cisne negro.

 

Allí abajo el mundo se apaga por un instante, como si el tiempo hubiese agotado su palpitar.

A ras de césped el reloj cesa. Y parece que pasan semanas, meses.

 

Se encoge.

 

Y de pronto se expande. El big-bang.

 

Emulando al estallido coral de la condenada novena sinfonía de Beethoven, tras esa pausa única, abisal y plena, todo salta en pedazos y se despliega el estruendo. 

 

Como un leviatán desplomándose.

 

Y el griterío, el estribillo del gol detona al fin reventando los tímpanos. Desgarrando el tejido del tiempo. 

 

Y es el delirio.

 

Cósmico, incontenible. Es la catarsis.

 

Como el director de una orquesta capto vuestro silencio durante ese lapso, y después, a golpe de batuta, desgañitando mi cámara a doce fotografías por segundo logro que todo encaje en una melodía inolvidable.

 

Hago música, la fabrico y la controlo.

 

Y los tonos se enlazan y se mezclan y se funden y las armonías de vuestra alegría regresan a mis oídos mezclados con el traquetear del obturador.

 

Para hacer los instantes eternos, anhelando la inmortalidad del instante.

Y es que hacemos fotos para hacer música.

 

Pero al igual que la efímera alegría que nos rodea, esas partituras de colores impresas en el periódico del día siguiente, más pronto que tarde, envolverán el pescado.

 

El ojo público | Las cosas que nunca te dije

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