El Ojo Público | Cuando Pelirroja Merchi se lo pasaba pipa

Si no haces que suene bien una guitarra sin emplear algún tipo de distorsión, es que no sabes tocarla. Y si no sabes revelar un condenado carrete, es que no sabes hacer fotografías. Lo primero se aprende con una guitarra española, lo segundo con una FM2 y un T-Max 400. Obviamente esto no es una opinión. Es un axioma.
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Javier Alborés

Poseo un par de fijaciones materiales. Los relojes de maquinaria ETA y las zapatillas deportivas alemanas. Supongo que será algún tipo de trauma de origen inescrutable, algún tipo de necesidad atávica de controlar el tintineo de los segundos y los pasos perdidos, o lo más probable es que simplemente me gustan y punto. 
 

El caso es que hace 20 años, durante un viaje a tierras anglosajonas me había comprado unas deslumbrantes Adidas London azuladas, de tono glauco, un color tan hermoso como peligroso en las pupilas adecuadas. Todavía no me había dado por vestir siempre todo de negro como si fuese un fanático Heideggeriano de patacón o una especie de enterrador apolillado. 
 

Así que, dado que era viernes, pleno verano y acababa de lograr huir del periódico pasada ya la medianoche, me las calcé muy pizpireto y me dirigí al Patachím. Y era algo que hacíamos todos los de nuestra generación en algún momento del día o la noche. Porque aquel lugar, en aquellos tiempos, era como la infancia de una persona. Todo, absolutamente todo, ocurría allí. 
 

Rubén, estudiante de sociología que percibió la intensa llamada de la hostelería bohemia, regentaba el local con amena eficacia. La libertad que allí se respiraba (además de otras muchas que se respiraban) junto al exquisito gusto musical de Juanjo (hermano de fotoperiodista coruñesa, ya veis, en todo andamos) pinchando tema tras tema, convertía aquel destartalado pero coqueto lugar en la referencia cultural, musical y etílica del momento.
 

Dando cuenta ya de mi primer ruso con limón de la velada, sonó mi móvil número dos. El dos es el teléfono rojo. La línea directa entre el fotógrafo y el mal. Es el del trabajo. “Aguántame el cubata”, dije, y salí a mojarme bajo la agresiva fiereza de una inesperada tormenta estival. Era Ramón Barrena, el redactor jefe, siempre simpático y alegre, que frecuentaba el cierre como una mosca frecuenta a las arañas. Tipo noctámbulo, dicharachero e irrepetible. En fin, un periodista de oficio. Me explicó que había un accidente grave a las afueras de la ciudad, y que, dado que aún faltaba un par de horas para chapar el periódico, pues que tocaba hacer foto, y obviamente el pringado al que le tocaba hacer eso, era yo. Por jovenzuelo.
 

“Sujeta ese cubata y no lo sueltes”, reiteré a mis compañeros de correrías. Alguno también fotoperiodista de la competencia que, por supuesto, no tuvo ni la más mínima curiosidad en saber ni conocer los motivos por los que me tocaba salir disparado y que rápidamente se apresuró en apagar su teléfono. El teléfono número dos.
 

Tardé alrededor de media hora en dar con el sitio. Llovía como si el monzón hubiese decidido mudarse al atlántico norte. Aquel lugar era terrible, una especie de agujero en una comarcal tan oscura como el alma de un banquero. Ni una apenada farola rompía aquella espesa capa de tinieblas que me envolvía, y sólo los reflejos violetas, intermitentes y rítmicos, de las luces de la patrulla de la Guardia Civil servían de faro y de guía. A Costa da Morte en tierra.
 

Tenía los pies encharcados como esponjas en la bañera, y avanzaba torpemente y encorvado mientras trataba inútilmente de aislar del persistente chaparrón, la cámara y el objetivo con la fina tela de mi camisa.
 

“¡Chaval, chaval!, ¿a dónde crees que vas?”, escuché una voz en la oscuridad de a mis tres. 
 

¡Soy de El Ideal Gallego!, ¡vengo a hacer la foto de un accidente, pero no sé dónde está, lo siento, pero no lo veo!”, respondí un tanto intimidado al captar reproche en sus palabras.
 

“¡Estás sobre él, joder!”, advirtió con evidente enfado. 
 

Retrocedí muy agitado, disculpándome avergonzado mientras mis ojos se habituaban con excesiva lentitud a la escasez de luz, y que, poco a poco iban captando la silueta de una fantasmal sábana blanca tendida sobre la carretera. Con la mosca tras la oreja pulsé el botón de la cámara y el flash iluminó la noche como un disparo, como un relámpago al que no acompañó el bramido del trueno. La terrible imagen surgió en la pantalla LCD. Todo el asfalto estaba cubierto de un terrorífico tono carmesí, que se diluía en espirales arrastrado por improvisados riachuelos. Contemplé mis deportivas y me percaté que habían perdido totalmente su tono azul para adquirir unos tintes granates escalofriantes. 
 

Una hora más tarde estaba de nuevo en el Patachím. Tenía el pulso como para robar panderetas. Aun así, me aproximé a mis compañeros de correrías y aturdido reclamé mi consumición y un cigarrillo. El hielo de la copa se había derretido y su contenido parecía tentado a desbordarse. Eché un trago tratando de hallar paz en la bebida, pero estaba aguada y caliente. A un lado, Yolanda Castaño bailaba, subida a una mesa, un tema de Los Mandrágoras junto a un par de amigas, el que sería un futuro director en mi periódico farfullaba cosas al oído de Cabezas junto al cuadro del violinista de Pablo Gallo y Xoel López al intentar salir, muy torpe, me calzó un buen pisotón. Al tiempo que se disculpaba, instintivamente busqué nuestros pies con la mirada. Llevaba unas zapatillas exactamente iguales a las mías. 


Pero las suyas, no estaban teñidas de rojo.

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