Correr como un loco hacia el lugar del que el resto de la gente huye despavoridamente, siempre resulta ser una sensación extraña.
En la cabeza hierve la idea de que uno está siendo dominado por una honda estupidez, y que, si todos escapan de un sitio, tal vez y aunque sea tan sólo en una miserable ocasión, la inmensa mayoría lleve la razón.
Y es que el fotógrafo de prensa es díscolo por naturaleza. Hasta para el sentido común. Y también llorón, lastimero y quejica para lo que considera trivial o poco digno para su supuesto, y más que discutible, colosal talento. Pero posee ese punto, ese instinto atávico del oficio, en el que le resulta inevitable cabalgar hacia lo que sospecha que puede ser algo memorable para sus ojos.
Porque hay momentos en el que el fotoperiodista se zambulle en el frenesí de lo que quiere retratar, y ya poco o nada hay que hacer. Como la polilla que es atraída por la bombilla incandescente que hará que termine tostada.
Destilar estupidez en estado puro con una cámara japonesa colgada al cuello.
Y es que la imagen que puede tener un bombero portando su casco, su equipo y su mascarilla conectada a la bombona de oxígeno en el medio y medio de una irrespirable y humeante escalera de un edificio en llamas, al toparse con una fotoperiodista en tacones y con una coqueta gorra en la cabeza como única protección mientras tira un puñado de fotos con la naturalidad del sol del verano calentando la piel, puede ser similar a la que tendría Edmun Hillary escalando a duras penas el Everest y topándose a un sherpa fumando un cigarro distraídamente a los pies del abismo.
Y es que la estulticia desatada en ocasiones forja leyendas.
Pero en el día a día, la realidad de un fotógrafo de provincias, suele ser más prosaica. Es más, al estar abocado a recorrer la ciudad una y otra vez, como si fuese una especie de justiciero enmascarado de cómic de los años 50, con la reiteración de un hámster correteando en su noria, se ve condenado a vivir inmerso en un infinito e imparable "dejavú".
Resultaría muy chocante que un fotoperiodista, cuando le toca ir a algún lugar, no sospechase o no tuviese plena certeza de lo que se va a encontrar allí. Porque es más que seguro que ya lo ha vivido decenas, cientos de veces. Como si padeciese el tormento de un eterno retorno nitcheriano. Sabe que un accidente en tal glorieta no puede ser grave porque allí nadie puede ir muy rápido, que a un atropello nunca se llega si no hay muerto, que a determinadas horas un incendio es, (y por necesidad lo es), una aburrida pota al fuego, que un conselleiro en cuestión o determinado alcalde va a llegar puntualmente tarde, y que, aunque haya un huracán sobre nuestras cabezas y resuenen las trompetas del apocalipsis, en la playa no va a haber olas porque sopla del sur.
Demasiado resentidos para autodenominarse periodistas, y demasiado altivos para hacerse llamar artistas. Bichos raros, caprichosos, cínicos, que, obligados por redes sociales, por la IA, las fake news y los clickbaits, son llamados a convertirse en notarios de la verdad únicamente con el aval de sus nombres escritos a pie de foto.
Como todos aquellos gráficos que mantuvieron en jaque a todo el ejército ruso en el cerco de Mariúpol a comienzos de la guerra de Ucrania. Aislados, hambrientos y sucios, padeciendo las mismas vicisitudes que el resto de la población, pero desbaratando con sus imágenes todas y cada una de las intoxicaciones informativas que llegaban de Moscú.
Todas aquellas palabras, todas aquellas mentiras, todas las falacias fabricadas por la maquinaria más potente que existe sobre el planeta, diseñada únicamente para confundir al mundo, para hacer dudar al cuerdo y para engañar al tonto, se gripaba ante la fuerza de sus fotografías.
Por eso, esa tribu desestructurada, a veces infame, conformada por chalados con ópticas de aperturas imposibles, de politoxicómanos funcionales de madrugada dilatada, de desquiciados al volante y de olvidadiza educación, radicales nihilistas de la noticia, los que representan el último eslabón de la cadena, ante el inminente desembarco de un futuro desalentador para el mundo de la información, están llamados a sostener la verdad sobre sus caprichosos hombros.
Y aún encima visten mal. La culminación de lo antiheroico.
Manu Leguineche resumió a toda una profesión en una frase: “tú cuenta lo que ves, que la Historia ya se encargará de contar lo que le dé la gana”
Y el fotoperiodista dispara con honestidad, con el punto sádico del cazador, como más le gusta, asumiendo la crueldad de lo que pasa ante su mirada. Sin ardides ni perífrasis. No se debe a nada ni a nadie cuando tiene una cámara entre las manos. Lo hace sin dobleces, porque las que hay, tal vez sólo habiten en su alma.
Y esto es indiscutible: lo que ven, es lo que mejor saben contar.