Si lo vieseis en otros tiempos. Aquel tipo era un talibán de la fotografía plena. Del fotoperiodismo total. Un desertor de la ética, un fundamentalista de las luces y las sombras. Disparaba como un asesino convencido, como un lunático exquisito sediento de realidad.
Verlo trabajar era una mezcla de vergüenza y ternura. Contemplar la manera que tenía de sacar fotos, conmovía. Se plantaba en el centro mismo de todo y como una estatua que cobra vida sutilmente, elevaba su máquina y taladraba la vida como el dentista que escarba en la muela.
El tipo no hacía poesía. Era poesía.
Y para completar el círculo, el chaval también era tan disléxico y tan animal que cuando comenzaba a repartir guantazos no sabía si sacudir con la izquierda o con la derecha. Porque él, si podía arreglar un problema a jumazos, iba y lo solventaba.
Problemático, díscolo, follonero y muchas veces peligroso. Pero uno de los nuestros.
Y todos lo admirábamos e incluso aquellos que lo odiaban, que no eran pocos, le profesaban una secreta fascinación. Y es que sus anécdotas trascendían y se tornaban epopeyas. Sus historias lindaban con la leyenda, y se hacían célebres incluso más allá de las tenues fronteras de nuestra ciudad.
En un mitin de Felipe González, en el Palacio de los Deportes de Riazor, allá por los extravagantes años ochenta, trepó hasta el techo de lugar con su Nikon al cuello con la obsesiva intención de hacer una vistosa panorámica del histórico abarrote. Los de seguridad, alarmados por la presencia de un individuo en las alturas, trataron de darle alcance. Como si de una película de Indiana Jones se tratase, los guardaespaldas comenzaron a aproximarse cada uno por un lado de la cornisa a la que había ascendido. Al verse sin salida empezó a chillar:” ¡no os acerquéis, desgraciados, no os acerquéis!”. El jefe de seguridad, totalmente fuera de sí, exclamaba:” ¡Bájese de ahí ahora mismo!”. Por fin, y entre la espada y la pared, sentenció el asunto al grito de: “¡Soy fotógrafo!, voy a hacer la puta foto!, ¡y si os acercáis un paso más, os juro por mi madre que me tiro!”. Nadie daba crédito. Amagaba con lanzarse sobre la cabeza del futuro presidente. Tampoco nadie prestaba atención al mitin. El espectáculo estaba allá arriba. Supongo que fue de las pocas veces que alguien logró cerrar la boca a Felipe González.
Por supuesto hizo la foto. Por supuesto velaron su carrete. Y por supuesto le pegaron tal paliza que estuvo sin masticar dos semanas.
Lo mejor de la historia es que no acabó ahí. A los dos años, cuando el Socialista regresó al mismo escenario, volvió a hacer exactamente lo mismo.
Y es que el nervio que había en él, la certeza de que su trabajo trascendía más allá de cobrar una nómina o un cheque a fin de mes, lo convertían en un francotirador del instante, en un fanático del obturador.
Una bomba de hidrógeno de metro setenta.
El día que Manuel Fraga decidió darle un íntimo sepelio a su esposa, él, junto a otro mítico fotoperiodista herculino, se escondieron tras unos árboles durante una noche entera después de haberse saltado todos los cinturones de seguridad. Cuando aterrizó por allí el coche oficial y tras descender del vehículo, ambos echaron a correr como dementes hacia él, a través de un descampado con la inevitable intención de retratarlo en pleno duelo. Al galope como si fuese el final de la película de “Dos hombres y un destino”, como si no hubiese otra opción que chutar esa condenada foto. Reducidos y encañonados finalmente por las metralletas de la Guardia Civil, se pasaron tres días y tres noches en el cuartelillo.
Una vez, comentando la anécdota en un bar, le pregunté el porqué. Ambos sabían que, aunque lograsen obtener aquella imagen, les sacarían las cámaras y les requisarían los carretes. Y obviamente no entendía el supuesto móvil que les empujó a ejercer aquella majadería. “Bueno, el caso es que la foto la hicimos, ¿no?”. Respondió mientras apuraba su cerveza de un trago. “La hicimos”, reiteró.
Sus peripecias con políticos casi provocaron un conflicto diplomático cuando en el aeropuerto de La Habana, él, junto a otro compinche y célebre fotógrafo gallego, echaron a correr por la pista del aeropuerto hasta el lugar donde Fidel Castro pretendía hacer el saludo de recepción al presidente de la Xunta de Galicia. Llegaron hasta allí, y obviamente la seguridad cubana se encargó eficazmente de ellos. A punta de fusil, varios soldados los atraparon, los inmovilizaron y los forzaron a ponerse de rodillas en medio y medio de la pista, con las manos sobre la nuca. Manuel Fraga se acercó a ellos, se volvió hacia Fidel y le sugirió: “déjelos, los conozco y son fotógrafos”. El presidente cubano, sorprendido, le preguntó si eran peligrosos. Fraga, socarrón y gallego, respondió: “hombre, inofensivos no son”.
En su archivo desordenado y caótico constan también las mejores fotos que se hayan hecho de un motín en una cárcel. Fue en Venezuela y murieron, asados como pollos, más de cuarenta reclusos que él se dedicó a fotografiar sin ningún rubor. Sin ninguna distancia. A pecho descubierto. Esas fotos en manos de otro, hubiesen ganado tantos premios que hubiesen hundido las estanterías de su dormitorio.
En fin. Las manecillas del reloj fluyen, pero las fotografías permanecen junto a sus aventuras.
Creo que ahora, por fin, lleva una merecida vida más tranquila. Lejos, muy lejos del pandemónium de la información diaria, que poco a poco va difuminándose y transitando por extraños caminos que poco o nada tienen que ver con aquella manera de trabajar tan a lo bonzo y a lo gonzo. A veces nos acordamos de él, y comentamos sus peripecias.
Y a veces, como hoy, las escribimos.