El seísmo alcanzó la ciudad en una extravagante madrugada de julio. Cuando todos los coruñeses transitábamos aún, y al límite del hastío, por las incertidumbres de una pandemia que parecía no tocar nunca techo.
Y la sacudida, claro, fue brutal.
Salvaje.
Porque el asesinato de Samuel Luiz supuso un feroz impacto en los cimientos de una sociedad que, de manera ingenua, daba por sentado que determinadas situaciones habían quedado ya enterradas, despachadas y zanjadas para siempre con la llegada de unos supuestos “nuevos tiempos”.
Y ahí residía la trampa, claro. Porque el tiempo en su vaivén, de las múltiples tretas que atesora, una de sus favoritas es la de transmitirnos siempre a través de la tecnología y lo caduco, una engañosa sensación de progreso.
A Coruña presumía de tolerancia, de ser abierta y acogedora a la diversidad, pero el cuerpo inerte, frío y solitario de Samuel, más solitario que nunca, tendido sobre una mugrienta acera a las orillas de un mar perfecto supuso ese terremoto, ese temblor que hacía tambalerse la falsa percepción de una convivencia ejemplar.
Y hubo protestas, manifestaciones, muestras de dolor, sobre todo dolor, mucho, un concepto intangible que los fotoperiodistas de esta ciudad documentaron a través de múltiples imágenes que quedarán ahí para siempre. No para que eso no vuelva a ocurrir, sino para que no se olvide que ocurrió. No hacemos milagros, sólo fotografías. El resto del trabajo lo deben hacer los ojos, el cerebro y el corazón de quien las mira.
Hubo también rumores, acusaciones, mentiras, certezas, polémica y finalmente detenciones. No hubo daños urbanísticos, pero el terremoto se sintió con fuerza en el alma de la ciudad.
Y los reporteros gráficos, siempre estuvimos allí. Informando, contándolo con nuestra mirada, que es, al fin y al cabo, nuestra palabra.
Hasta que llegó el juicio. Y cuando los acusados se sentaron, las redes sociales se agitaron de nuevo, como una réplica de aquel seísmo, reviviendo aquellos días de rumores, de habladurías y de escasa certezas.
Escalona, uno de los personajes de Alberto Fuguet en la novela sobre periodismo de sucesos “Tinta Roja”, adoctrina a un redactor de prácticas durante la detención de unos supuestos asesinos, con la siguiente afirmación: “Míralos y no los juzgues. Nunca los juzgues. Porque la única diferencia entre tú y ellos, es que ellos lo han hecho y tú lo has pensado... o no te han cogido”.
No sé si es una visión excesivamente cínica de nuestra profesión, pero cuando en redes sociales se desató una campaña a modo de Fuenteovejuna 3.0, acusando a la prensa de no mostrar los rostros de los acusados en el juicio, además de ser una falacia, algo absolutamente falso, se demostró que el equilibrismo sobre la cuerda floja de la información, el dato y los hechos contrastados que sobrevuela el abismo de la emotividad justiciera, es labor única y exclusivamente de profesionales.
El mito del “periodista ciudadano” se desmorona siempre en situaciones que implican distancia, reflexión y cabeza fría.
El periodista cuenta y el fotógrafo de prensa ejerce de notario de sus palabras.
Y es que, en este asunto, los rostros de los acusados se mostraron día sí y día también en los distintos medios de comunicación. Sus caras, sus gestos, sus ojos y muecas.
Casi hasta el aburrimiento.
Hasta que finalmente una imagen captó la paradoja del asunto.Porque esas manos que ocultan el semblante hablan más que el semblante mismo.
Y es que uno puede taparse el rostro para intentar que no lo vean, pero también puede hacerlo para no ver lo que ha hecho.