Cerrar un negocio no es una decisión que tomaría cualquiera. Pero Daniel Abruñedo, propietario del restaurante El Cotarro, no dudó cuando vio la tragedia de Valencia. Desde Oleiros, le movió la empatía: “Nos puede pasar a cualquiera. Simplemente fue lo que te pide el cuerpo. Y está en tus manos que, a unas horas cruzando un país, puedas ayudar a gente que de verdad lo necesita”.
Una conversación fue el inicio de todo: “Si nosotros nos podemos permitir cerrar unos días y simplemente perder facturación, no vamos a cambiar nada de nuestra vida y, sin embargo, sí podemos cambiar la vida de otra gente”. Con esa reflexión, cinco amigos y empleados de El Cotarro emprendieron un viaje de cuatro intensos días.
Partieron el martes 5 de madrugada, nada más terminar el turno, pero se equiparon antes de salir. Clientes, allegados e incluso personas que no conocían también se acercaron al local con bolsas llenas de ayuda para los afectados. “Nosotros miramos lo que hacía falta y llevamos rastrillos, palas y botas de más para dar a la gente de allí. Y el último día, todo lo que nosotros usábamos se lo dimos”, cuenta el dueño del restaurante de Santa Cruz.
En Valencia, lo que llevaban lo repartieron ellos mismos. “Nosotros cargábamos cada día un poco y simplemente andando por la calle ya veíamos a una abuela con su nieto o a una madre con su hijo y le dábamos algunos juguetes. Si veíamos que era gente mayor, le dábamos mascarillas, si iban con un carrito, pañales o alimentos... Lo que fuese”, explica.
En la zona de la catástrofe, recorrieron varios pueblos, orientados por unos amigos bomberos que ya trabajaban allí. “Lo que más impactaba era ver la ciudad. Para mí es, hablando mal, exactamente igual que un ataque nuclear. A nivel suelo, todo estaba destrozado”, asegura.
Su labor allí fue muy física y, aunque al principio iban un poco perdidos, cuenta que la gente de allí también les guiaba. “Al final das la vuelta a la manzana, preguntas y ya la gente del pueblo te dice. De toda la gente que nos hemos cruzado, el 90% estaba ayudando porque sí. Y eso es lo que tanto hace falta. Nadie fue allí a buscar nada a cambio”, afirma.
Pero quizás lo que más le llegó fue ver a las personas de allí y le sorprendió la entereza que demostraban: “Nosotros trabajamos mano a mano con el dueño de un garaje que lleva ocho días currando. Una persona que sigue entera, viendo todo lo que ha perdido...”, lamenta Abruñedo.
La generosidad del pueblo también se convirtió en anécdota. Cuando llegaron, muchos alojamientos estaban completos y encontraron una casa rural para dormir unas horas. Al irse, la dueña no les quiso cobrar: “Nos dijo que como ella no podía ir a ayudar, ayudaría a quien iba”.
Abruñedo aprovechó para hacer un llamamiento de ayuda: “Hace falta más, en unos meses eso no está bien”. Y si una lección le deja esta experiencia es que “polvo somos y polvo seremos. Hay que darse cuenta de que hay valorar lo poco que tengas porque cualquier día te lo llevan”.