En realidad, catorce años son una guasa. Son el parpadeo de un incrédulo. No llegan ni para completar un verso de Carlos Gardel. Porque si veinte inviernos no son nada, catorce suenan a algo así como que me retrasé porque se alargó la sobremesa.
Y es que el AVE llegó a esta ciudad con tanto bombo y platillo, que la disculpa por la demora de catorce años se ahogó y se hizo susurro ante el bramido de los parabienes y las medallas.
Claro, eso lo sabemos porque la prensa andaba por allí. En la inauguración del AVE Madrid-Coruña y viceversa. Fascinante.
En momentos así la canallesca siempre es bienvenida. En situaciones de festejo jolgorio nunca resulta incómoda, salvo que alguno se salga del guion, y bueno, ignorar el guion en determinadas situaciones de éxito político no procede. Primero porque nuestros dirigentes disponen de demasiada cobertura para gastar balas, y segundo, porque el logro, aunque tardío, es la noticia y no el periodista.
Y todos saben (o deberían) que, si un periodista va a cubrir una noticia y se convierte en la noticia, es que la ha cagado.
Pero dicho lo dicho, y entre la muchedumbre de autoridades, guardaespaldas, plumillas y demás, centrémonos en el tapado. En el protagonista accidental del evento.
Porque sin que sirva de norma, el fotoperiodista es en este caso el que más tiene que decir, aunque no escriba ni una sílaba. Ya que todo el mundo, el planeta entero y parte de algún universo paralelo están allí para hacerse la foto. Así que el ‘fotero’ lo huele, lo intuye, lo sabe e irremediablemente abusa. Y abusa porque es su momento, porque tal vez lo merezca y porque la sorna y la malicia la lleva de serie. Si no se dedicaría a algún oficio honrado y no a tirar instantáneas.
Y es que hay una obscena e indescriptible satisfacción en indicarle a un ministro, a un teniente general o a un presidente del Gobierno que se adelante un poco, que se junte más y se suba la bragueta o que se eche a un lado y no moleste.
Todo eso dura un rato largo. Bombardeo de flashes, empujones, insultos, bromas, zancadillas y codazos. Alegrarse el día, en la jerga.
Y por supuesto, tras la vorágine, después de tanta oficialidad, tanto retrato, abrazo y condescendencia, el fotoperiodista finalmente se da de bruces con la terca realidad. Probablemente lo único auténtico del asunto. Dispersado el humo, hay que hacerle caso a lo que realmente importa. Y lo que importa de verdad es el tren.
Así que, tras la desbandada de autoridades, el fotógrafo de turno necesita una buena imagen de ese tren, de ese convoy que, a lo largo un insufrible período de decepciones y promesas rotas, se tornó en obsesión para Galicia.
Y ese reloj maldito que habita en la sesera del fotoperiodista se pone en marcha, esta vez y para variar, no como un viento en contra que atosiga y desquicia, sino como ese compañero que mide la exposición exacta en el momento perfecto.
Decidiendo qué parte de un segundo, de un miserable segundo de los sesenta que nos atenazan en cada minuto, es la necesaria, la idónea para ser empleada, la que hará que esa melodía encaje en una imagen que será la que perdure para siempre en las hemerotecas.
El obturador suena y los fotones atraviesan las lentes hasta alcanzar el blanco. Y entonces el talento se plasma en una imagen infinita.
Atinar con el tiempo. No llegar antes y quedarte en sombra, o después, y morir quemado como un Ícaro de provincias. Acertar. Ser preciso y puntual. Como un tren al que acusan ahora de no serlo nunca.
Como en un juego de naipes, donde si no llegas da dolor e indica que mal tasas, pero donde si te pasas es peor. Y dicen los trileros, los profesionales, que cuando te sientas a jugar a las cartas en una mesa con varios tipos, uno de ellos siempre es un pringado. Descubrirlo y desplumarlo es tu trabajo. Pero si al cabo de media hora de jarana, si aún no has dado con él, si todavía no sabes quién es, entonces el pringado eres tú.
Y en esta fotografía, resulta obvio, Javier Alborés demuestra que no es ningún pringado.