Siempre digo que España es un gran país mal representado. En ocasiones, surrealista. En el que los ciudadanos a veces no tienen conciencia de sus derechos y de sus deberes, tal vez porque, a base de contradicciones e inveracidades llegadas ‘desde arriba’, ya nada importa lo suficiente.
Porque, pongo un ejemplo: ¿no resulta inquietante que una ley de amnistía que se va a votar, y seguramente aprobar, la semana próxima exima de delitos a quienes promueven enfrentamientos con los representantes del orden público, desobedezcan a las autoridades o alteren el orden en las calles, si lo hacen por un motivo tan, ejem, encomiable como tratar de romper la unidad del país? No puede extrañar, entonces, que un grupo de energúmenos vitoree a una lancha de narcotraficantes cuando embiste en Barbate a un zodiac de la Guardia Civil, provocando la muerte de dos agentes. Al final, ¿qué es el orden público?
Pero hay más, mucho más. Porque, ya que estamos, tampoco puede extrañar que el Ejecutivo okupe también el Consejo de Estado (máximo órgano consultivo del Estado, pero perfectamente okupable; solo sirve para recompensar a los propios con un sueldo de fábula), nombrando presidenta del Alto Organismo a quien fue vicepresidenta del Gobierno y, por cierto, una de las máximas portavoces, en su día, contra la amnistía: ¿podrá hoy alguien preguntar a doña Carmen Calvo cuál es su actual opinión sobre la medida de gracia al ex president de la Generalitat catalana, fugado en Waterloo, y a varios de sus comilitones?
Y aprovechando la referencia al fugado: ¿hasta qué punto dependen del secesionista catalán los resultados de las elecciones gallegas de este domingo? Lo digo por el temor aventado por ahí, en el sentido de que el líder de la oposición nacional, Núñez Feijoo, hizo unas extrañísimas revelaciones a un grupo de periodistas temiendo precisamente que el señor Puigdemont, desde su ‘exilio’ dorado, revele algunas cosas referentes a sus contactos con el Partido Popular. Revelaciones que, desde luego, si se produjesen, supongo que ejercerían el efecto de una bomba en las urnas gallegas. O sea, que, además de ser decisivo para mantener a Pedro Sánchez al frente del Gobierno de un Estado al que aborrece, Puigdemont podría, si quisiera, cambiar el signo de la gobernación en Galicia y dar la presidencia de la Xunta al Bloque Nacionalista, en alianza con el PSdeG. Y, de paso, desestabilizar la presidencia del principal partido de la oposición, claro. O sea, que tanto la continuidad en sus puestos del jefe del Gobierno, Sánchez, como la del jefe de la oposición, Feijoo, dependen en buena parte de un señor que trató de dar un golpe de Estado y que ahora se presenta casi como una víctima injustamente perseguida por los jueces de ese Estado, a los que insulta y zahiere sin recato desde sus representantes en el Parlamento de la nación.
No me diga usted que no es una paradoja más entre las muchas paradojas que vive este país alegre y confiado, pero atónito. Así, ¿cómo asombrarse de que en la televisión que pagamos todos salga una insensata gritando “te queremos” al “icono” guaperas de smoking, el presidente del Gobierno, que andaba de fiesta en los premios Goya mientras los tractoristas paraban medio país y la viuda de un guardia civil se negaba a que el ministro del Interior condecorase el féretro con los restos de su marido? Claro que, al tiempo, la ‘lideresa’ de un grupo de esos tractoristas se permitía el lujo de gritarles a los policías que trataban de ordenar la marcha de protesta: “os mató a pocos la ETA, h de p”. Cierto que luego se retractó, pero ahí queda la floritura.
Sí, vamos camino de ser el país más raro del mundo. No porque se manifiesten las gentes del campo ni porque diversos colectivos pidan la dimisión del ministro del Interior, ni porque lo que ayer era rojo intolerable para la flamante presidenta del Consejo de Estado hoy sea cuestión para mirar hacia otro lado, ni porque quien tiene que liderar la oposición a los desmanes gubernamentales se sienta tan perdido que hoy dice Diego a lo que ayer fue digo, etc.
Lo que nos hace candidatos a ser el país más raro del mundo -y mira que hay competencia feroz al respecto; mire usted, si no, hacia los Estados Unidos de Trump- es el hecho de que el conjunto de todo lo que digo, agolpado en titulares en apenas cuatro días, ya no sorprende a nadie. Con anestesia, bares y circo, haciendo encuestas sobre si la (para mí espantosa) canción ‘zorra’, que tanto gusta.