Qué recuerdos. Hace años, una licenciatura universitaria tenía cinco cursos, unas 4.500 horas de clase. Después, con la Ley de Reforma Universitaria, aparecieron las licenciaturas de cuatro años y se esfumaron más de mil horas lectivas. Con la siguiente Ley Orgánica de Universidades volaron las licenciaturas y se crearon los grados. Solo 15 horas semanales de clase para el estudiante, casi la mitad que en bachillerato. Las carreras quedaban en 2.400 horas. Y ahora, no tanto por la ley, que también, sino porque las universidades no tienen un euro, se acortan a poco más de 2.000. Las mismas que los ciclos de grado superior de Formación Profesional, solo que estos duran dos cursos.
Sé que no cuento nada nuevo, y mucho menos para profesores y estudiantes. Las carreras llevan encogiendo años. Pero esta semana se ha planteado a nivel nacional la típica disputa de atribuciones profesionales entre titulados de FP y de Universidad, en este caso de Educación Física y Ciencias del Deporte, INEF, Tafad o como quiera usted denominar popularmente estos estudios. ¿Quién está más capacitado para tal o cual puesto?, ¿debe haber una regulación nacional común a todas las comunidades autónomas? Líbrenme los dioses de entrar en la cuestión concreta. Pero permítanme criticar la general.
FP y Universidad han estado batiéndose en duelo desigual. Una esgrime su pragmatismo; la otra, su prestigio social. La histórica diferenciación entre salidas profesionales se fue diluyendo a la misma velocidad con la que se exigía ser licenciado para ejercer de profesor en la FP, que con frecuencia jamás había trabajado en nada práctico. En paralelo, a los grados menguantes se les obligaba a ser cada vez más profesionalizantes, mejor dicho, ocupacionales. Tampoco es que se exigiese experiencia profesional extra académica a los docentes universitarios, pero al menos les obligaban a investigar y sobre todo a publicar. El resultado ha sido que las empresas no saben distinguir demasiado entre, por ejemplo, un informático de FP o un graduado. Y así ocurre en múltiples disciplinas, especialmente técnicas y sociales, incluidas las deportivas y hasta las sanitarias.
Naturalmente, quienes han estudiado en la universidad reivindican su formación, que les ocupa más años aunque no más horas. Y quienes han cursado FP presumen de su mayor preparación práctica. Cierto que suelen ser más baratos para quien les contrata pero eso lo arreglan las empresas (y administración) reconociéndoles el mismo sueldo y grupo de cotización, por abajo, claro, así no hay peleas entre unos y otros.
La Universidad todavía se aferra a un halo de superioridad formativa aunque encoja sus asignaturas y obligue a los profesores a impartir materias ajenas a su especialidad por falta de medios. Cada curso llegan nuevos recortes, parece un chiste. Cuando se planificaba la LOU se recomendaban grupos prácticos de cinco o siete alumnos y se convirtieron, al principio, en 20 o 25 y, después, directamente se eliminaron. Los profesores que daban dos materias pasaron a tres o incluso a trocitos de cinco o seis para cumplir sus horarios. El caso es cuadrar el “excel” de los minutos. Ni a los estudiantes ni a la sociedad parece importarles. Hasta que llega la disputa de las atribuciones en el mercado laboral.
Aunque la FP tiene sus propios problemas, el apoyo promocional y económico le ha hecho escalar muchos puestos, a veces hasta el punto de permitirse jugar con las denominaciones de sus titulaciones para confundirlas con las universitarias. En algún momento se tendrá que simplificar el panorama y poner cada cosa en su sitio. De lo contrario acabarán en muchos casos por ser indistinguibles. Y la nueva ley universitaria, la LOSU, no ha hecho nada por arreglarlo. Otra oportunidad perdida.