Me digo yo a mí misma, que también estoy, no manca, sino mancada del brazo izquierdo y me quejo más que Queseyó. ¡Y mira que Queseyó es quejicas! Bueno, a decir verdad, no es que me queje, es que aúllo, cuando no grito, directamente. Pero vaya, dentro de lo malo, aun doy gracias –no sé a quién, pero doy gracias— de no ser siniestra –aunque haya alguna persona, digamos, desinformada, que piense que sí— y me puedo manejar bastante bien con extremidad superior y media que tengo operativas. Y es que, les cuento...
Llevo ya un par de mesecillos con un dolor/azo entre clavícula, brazo y –ocasionalmente—antebrazo, que me hace ver las estrellas con todo lujo de detalles, pero a pelo, ¿eh?, sin telescopio James Webb ni nada. Para que después digan que escribir no es duro –porque de cocinar no es, ya se lo digo yo.
Servidora, estos asuntos médicos, suele resolverlos con el “ya pasará” y, mientras no pasa, me automedico –sí; yo, pecadora, lo confieso— con algún que otro analgésico de venta legal en farmacias. Pero esta vez he tenido que claudicar e ir a mi médico de familia. Después de menearme el brazo con toda delicadeza para acá, para allá y para acullá, salí del ambulatorio toda mona, con un cabestrillo azul marino de lo más chulo –regalo del Sergas, para que después digan…— y con un tratamiento de corticoides y protector de estómago.
Lo del cabestrillo mola, porque todo el mundo te pregunta qué te pasa y como a mí no me gusta nadita hablar… Pues eso, que yo, como buena Pollyana… ¿Recuerdan que les he hablado del síndrome de Pollyana?, ¿aquella niña que siempre le encontraba un lado bueno a sus múltiples desgracias? Pues yo igual. ¿A que soy tonta? Pues eso digo yo también: tonta “cum laude”. Lo dicho, que doler, duele de rayos –e incluso de truenos—, pero se hace una vida social que no vean. Es como si, de repente, todo el mundo se diese cuenta de que existes, miren ustedes qué bobada; con la de lunas que lleva una sobre el planeta Tierra. Así que ya saben, si quieren suscitar curiosidad y conversación entre sus seres humanos circundantes, pónganse un cabestrillo o un buen apósito en la frente, verbigracia, aunque no tengan nada. Ya verán cómo da resultado. Se inventan una buena historia –que les atropellaron con un patinete o así— y ya se les va media mañana con la charleta.
Medio manca como estoy, no he podido evitar acordarme de Cervantes, claro; lo difícil hubiera sido no hacerlo. Y es que Cervantes está siempre en mi mente, en mi corazón e incluso en mis escritos –pero “de aquella manera”, claro—. Que me gusta mucho a mí la prosa cervantina, vaya, y quien me diera poder emularla, aunque fuese mínimamente. Lo que me chifla del Quijote, verbigracia –entre otras muchas cosas— son los títulos de los capítulos. Muchos de ellos son tan largos, que casi te los resumen. Por ejemplo, el capítulo L –50, para los que no hagan crucigramas— de la segunda parte se titula: “Donde se declara quien fueron los encantadores y verdugos que azotaron a la dueña y pellizcaron y arañaron a don Quijote, con el suceso que tuvo el paje que llevó la carta a Teresa Sancha, mujer de Sancho Panza”. A mí también me encantan los títulos largos. Los que maquetan esta página se me quejan, porque a veces tienen que hacer encaje de bolillos para que les quepan, pero ¿qué le quieren?, ¡me salen así! Miren, verbigracia (otra vez), un cuento mío titulado “Al final, la vida sigue… ‘casi’ igual”, cuyo capítulo 1 reza: ”En el que se relatan hechos importantísimos para el desarrollo posterior de la historia y que no desvelaremos en este parrafillo para no espoilearla”. ¿Es o no es largo el título del capítulo? Pues eso, que soy una mala copiona de Cervantes –dios lo tenga en su gloria y sepa perdonarme.
Pero ya me he ido por los cerros de Úbeda, como siempre –económico modo de viajar, por cierto—. Tengo unas neuronas que me patinan como si estuviesen engrasadas con aceite de colza desnaturalizado. Yo lo que quería resaltar es que un inconveniente físico como el de Cervantes, por ejemplo –por no hablar de su azarosísima vida— no tiene por qué ser obstáculo para hacer lo que uno se proponga y, en su caso, con maestría inigualable. ¿Difícil? Sí. ¿Imposible? No. Lo imprescindible es tener talento y –muy importante— disciplina, que yo creo que es lo que nos falta a la mayoría de los mortales. Pero bueno, tampoco va a ser todo trabajar o hacer cosas útiles. De vez en cuando hay que holgazanear y dejar la mente en blanco –o en blanco “roto”, por lo menos—. Yo –y me avergüenza decirlo por los restos de mi educación católica, apostólica y romana—, últimamente me paso un pelín con lo de la mente en blanco y el cuerpo en horizontal. Lo que se viene llamando “vagancia” o “pereza”, que creo que son pecados. O, por lo menos, pecadillos.
A ver, que he titulado la Verbigracia como “Cervantes estaba manco…”, y Cervantes no estaba manco en el sentido de que no le faltaba el brazo, pero me iba bien para la gracieta del primer párrafo. Qué le quieren, un recurso estilístico. Don Miguel tenía la mano izquierda anquilosada por mor de un disparo de arcabuz que a ella fue a parar, seccionándole un nervio que le privó de su uso de por vida, pero ello no supuso su amputación ni nada, ¿eh?, la siguió luciendo como siempre.
Una pregunta macabra… Imagínense que son ustedes escritores o aspirantes a escritores… ¿Sacrificarían el uso de una mano por escribir como Cervantes, por ejemplo? ¿Creen que es un precio demasiado alto a pagar? ¿Se conformarían con apañarse con la otra si eso les aportase jugosos ingresos económicos? –Que no debió de ser el caso de Cervantes, pero bueno, es un decir—. Si tuviesen que elegir –con la mano ya anquilosada, ¿eh?—, ¿preferirían ser unos escritores tan buenísimos que pasasen a la Historia de la Literatura universal como genios indiscutibles o como campeones de ingresos por ventas? Estoy segura de que tanto los que respondan una cosa como la otra lo tienen clarísimo y a mí me parece muy bien cualquiera de las dos opciones. Allá cada uno con sus gustos y propósitos. Bueno, ni que decir tiene que esto del escribir sería extrapolable a cualquier arte u oficio. El caso es sentirse realizado y hacerse la ilusión de que, para ti –que eres lo que importa en este caso— tu vida no ha pasado sin pena ni gloria. Que te vayas de este mundo relajadito y contento, vaya. Pues eso.
Aprovechando que estoy manca –o anquilosada— como Cervantes, a ver si las musas me inspiran algo decente como para plasmar en el papel. ¿Se imaginan?, ¿pasar a la posteridad como “La anquilosada de Monte Alto”? ¡Buah, nenos, eso sí que molaría! Pero sospecho que un brazo mancado no es condición suficiente –ni siquiera necesaria— para convertirse en Cervantes o similar. De modo que espero que se me cure prontito, porque, total, para no pasar a la Historia de la Literatura Universal… NOTA: adviertan la hermosa rima que me ha salido. Yo creo que voy por el buen camino. A ver si alguien me propone para el Premio Nobel de la chorrada exagerada.