Son gente normal y corriente. Muchos tienen familia y un buen trabajo. Están bien relacionados e integrados en la vida de la comunidad. Son depredadores y agresores sexuales. Algunos se aprovechan de su posición de poder para someter a las víctimas, buscando y encontrando la complicidad de un entramado social acostumbrado a mirar para otro lado.
Quién no conoce algún caso de víctimas de agresiones sexuales?. En la infancia, en la juventud o en la edad adulta, han sido y son centenares las personas que han sufrido este tipo de atentados contra la libertad sexual y la integridad física y psíquica de inocentes.
Demasiadas personas llevan años luchando, en silencio, contra las consecuencias provocadas por esos depredadores sin escrúpulos. Algunas, a lo largo del tiempo, adquieren la fuerza suficiente para denunciar públicamente o judicialmente esas pesadillas a pesar de la dificultad en demostrar muchas de esas agresiones y violaciones.
En el propio ámbito familiar, en los colegios o facultades universitarias, en complejos deportivos, en el ocio nocturno, dentro de la propia Iglesia, en los centros de trabajo y en tanto y tantos otros lugares que han servido de escenario macabro de éstas prácticas indecentes, aberrantes e inhumanas.
Hace algunos años una gran parte de la sociedad éramos cómplices, con nuestro silencio, de muchas de esas atrocidades. Las víctimas tenían que interiorizar y justificar la agresión al mismo tiempo que asumir las consecuencias, mientas que los verdugos continuaban paseándose libremente por la jungla humana en busca de más inocentes indefensos.