El dictador solía ser una bestia desatenta con la razón y capaz de imponer por la fuerza la suya. Y con ella, su cretina concepción de la vida. La propia de alguien que es incapaz de entender y consentir la pluralidad y liberalidad que ha de disponer el ser humano que consiente vivir en sociedad.
Estos energúmenos no engañan. Además de ideario, ponen nombre y apellidos a su infamia; se responsabilizan de la tropelía y hacen gala de ello. Por el contrario, la nueva camada de dragones ha dado un salto cualitativo. Se emboscan en el seno de las democracias y desde esas civilizadas legitimidades van lanzando feroces ataques a todo aquello que se interpone en su camino hacia el poder.
Sería injusto afirmar que vivimos en una dictadura moderna, pero sería de incautos pensar que los manejos del presidente y su gobierno no se encaminan a un orden en el que ellos son la legalidad, con lo cual, o todos somos ellos, o todos somos legalidad. Lo primero es enfermizo, lo segundo, perverso.
A este estado de cosas no se ha llegado por casualidad, el caldo de cultivo habita, desde el inicio de nuestra andadura democrática, en el nacionalismo, que ha esperado paciente un mesías de destrucción para su dogma, al que no le importe malbaratar el Estado y con él sus garantías jurídicas y de gobernanza. Y lo han encontrado en este ser de poder, capaz de satisfacer sus dislates, quizá, en la insana idea de poder luego arrebatárselos.