Si no habla usted estos días de lo de Shakira y Piqué, o de lo de Vargas Llosa y la señora Preysler o, al menos, y ya en plan más intelectual, ejem, del libro de Harry, es que está usted ausente de las verdaderas reuniones ‘sociales’. Porque son buenos pretextos, estos y otros relacionados con el papel ‘couché’, para evadirnos de una realidad que nos está transformando el país, y la vida, sin que tengamos tiempo ni espacio para aprehender cabalmente lo que nos está sucediendo. Y, entonces, nos aferramos a lo más superficial para no bucear en el cambio tremendo que está cayendo sobre nuestras cabezas sin que en verdad lleguemos a entenderlo. O a enterarnos.
Hay dos Españas para casi todo. Hay una España que surge de los ‘diktats’ de la política, de los autos del juez Llarena sobre Junqueras y Puigdemont --sigo sin aclararme, a la vista de tantas contradicciones y versiones de juristas, sobre si el ex president de la Generalitat va a poder o no regresar a territorio patrio para seguir incordiando ‘in situ’--. Y otra España que fija la mirada crecientemente en esos sucesos epidérmicos que afectan a los amoríos y desvaríos de unos famosos que, al menos en lo que respecta a esa canción tan reproducida -malísima-, no deberían ser ni tan famosos ni tan ricos.
Ocurre que indagar en el complejo panorama político y jurídico, económico -¿vamos bien o no? Depende de quién lo explique- y social -aborto, ley trans, sólo sí es sí- que de pronto se ha abierto ante nosotros en estos últimos días produce un lógico desconcierto. Algo de vértigo. Porque se han acumulado demasiados despropósitos legales, desde la reforma de la malversación hasta la renovación del Tribunal Constitucional, como para que el ciudadano medio, desprovisto de las verdaderas claves de lo que nos está ocurriendo, porque no quieren darnos esas claves así como así, se involucre en el proceso. Dicen que la democracia es precisamente la participación de la ‘gente de la calle’ en la marcha para la transformación de un país, de un continente, del mundo. Y creo que nos está ocurriendo precisamente lo contrario: estamos al margen de lo que hacen quizá por nosotros, pero evidentemente sin nosotros.
Y ahí, en que se nos priva de un acercamiento hacia las verdaderas razones de que pase lo que pasa, radica seguramente la razón última de esa huida hacia la frivolidad de mirar hacia las miserias humanas, a las desdichas y venturas del corazón de los que, con justicia o, sobre todo, sin ella, se han agrupado en ese mundillo ‘influencer’ de la ‘jet set’. Desde ese futbolista que no me interesa y que hace grandes negocios con un ‘comunicador’ que enciende a los jóvenes y que se adentra en terrenos informativos sin hacer información, hasta ese connotado escritor a quien un día admiré porque se preguntaba por las razones por las que se jodió el Perú -o sea, nuestra vida- y hoy es un ejemplo de decadencia incluso política.
Pienso, seguramente con ese optimismo utópico que nunca me lleva a nada, que deberíamos quizá aprovechar que entramos en una campaña electoral, en la que nos jugamos mucho más que el futuro inmediato, para intentar exigir explicaciones más convincentes a los responsables de nuestras vidas. Por qué nos hacen lo que nos hacen: que nos lo detallen sin pretextos y sin tirar los balones al tejado.
Porque son demasiado inveraces: no es verdad que la normativa del ‘solo sí es sí’ no esté beneficiando a violadores y maltratadores. Ni lo será que la nueva regulación de la malversación dejará sin premio a muchos corruptos, sin que los jueces puedan o quieran hacer nada.