Son palabras sinónimas de idolatrar: admirar, amar, adorar, venerar, exaltar. Sin embargo, hay una peligrosa delgada línea que separa a estas palabras, existe una importante diferencia entre admirar e idolatrar.
Admiramos mediante el asombro de la razón ante las cualidades de una persona en un ámbito concreto, e idolatramos cuando rendimos ante ella una fe irracional y elevamos esa genialidad a una condición absoluta.
¿Qué tipo de sociedad cobija a un ídolo ensalzado? Cuidado con lo que no se cuestiona, cuidado con el único lado bueno de las cosas, cuidado si no hay adversarios sólo enemigos, cuidado con los muros que separan, cuidado que el extremo tiene dos lados. Cuidado si además te acomete la indiferencia, te acomodas en la costumbre, y todo te parece ajeno, lejano.
Nosotros a lo nuestro, que nos felicite Hamás, que lo resuelvan en otro lado los verificadores. Nosotros a comprar, que hay rebajas, que llega Navidad y es tiempo de Paz y de concordia. ¡Somos insaciables! Con este afán nuestro por poseer cosas, ideas, territorios, personas.
Quisiera ser como Henry Thoreau, autor de la magnífica ‘Walden’, que no fue más que el resultado literario de experimentar la libertad en la naturaleza, lejos del ruido. Thoreau, ese admirable escritor, hombre alejado de convenciones. Creo que la literatura como denuncia también es absolutamente necesaria.
Si el estadounidense Thoreau hablaba libre de prejuicios y de compromisos, si estaba enfurecido ante las inquietudes que contemplaba, si escribía y se pronunciaba en público frente a la injusticia, si era capaz de hacerlo con absoluta libertad de palabra, era porque mucho antes había conquistado la libertad de pensamiento. Les cuento esto, porque este fin de semana, lejos del Black Friday, me quedé absorta en la lectura de ‘Desobediencia civil’ y otros escritos de este autor fallecido en 1862. Que su discurso firme y revolucionario entonces, pueda revelarse actual para una sociedad anestesiada me retuvo atenta.
Leo: “Acepto de todo corazón esta máxima: El mejor gobierno es el que gobierna menos, y me gustaría verlo en práctica de un modo más rápido y sistemático”. Sigo: “El gobierno por sí mismo, que no es más que el medio elegido por el pueblo para ejecutar su voluntad, es igualmente susceptible de originar abusos y perjuicios antes de que el pueblo pueda intervenir”. Después de todo, sigo leyendo, “la auténtica razón de que, cuando el poder está en manos del pueblo, la mayoría acceda al gobierno y se mantenga en él por un largo período, no es porque posean la verdad, ni porque la minoría lo considere más justo, sino porque físicamente son los más fuertes. Pero un gobierno en el que la mayoría decida en todos los temas no puede funcionar con justicia, al menos tal como entienden los hombres la justicia. ¿Acaso no puede existir un gobierno donde la mayoría no decida virtualmente lo que está bien o mal, sino que sea la conciencia?”.
Y demoledoramente concluye y me deja reflexionando: ¿Para qué tiene cada hombre su conciencia? Y sigue: “Yo creo que debiéramos ser hombres primero y ciudadanos después. Lo deseable no es cultivar el respeto por la ley, sino por la justicia”.
De leer un rato, de cuestionarme y cuestionar. Más fácil habría sido irme de compras.