Este fin de semana he tenido una curiosa conversación. Mi interlocutor se quejaba de las paguitas que le concede el Estado a personas apáticas, abúlicas y perezosas que, carentes de ambición, vivirán de por vida de los pocos euros que les caen del arca común. Así, en su opinión, es imposible frenar las crisis migratorias. Los subsaharianos son personas holgazanas por naturaleza a las que, en nuestro país, se les paga un sueldo por pasearse en chanclas por la playa.
Tenía miedo, pobre. El miedo, por muy irracional que sea, es legítimo. A mí me dan pánico las mariposas, pese a ser consciente de que no me pueden causar ningún daño. A él le preocupaba quedarse sin pensión el día de mañana por haber vaciado la hucha común en cuestiones completamente innecesarias. Mi sorpresa llegó cuando él, autónomo de pro, vino a reconocer que no siempre entregaba facturas al cobrar sus trabajos.
Es lo normal, hoy en día: tener principios solo para lo que te interesa y cambiarlos cuando no te benefician lo suficiente. Así, los que piensan que los valores deben guiar sus acciones en la vida están demodé. Iba a decir que han ganado los seguidores de Groucho Marx, pero resulta que la frase «Estos son mis principios, si no les gustan, puedo cambiarlos» tiene su origen en la prensa neozelandesa, desde donde se trasladó a América del Norte, hasta ser falsamente atribuida al actor, ya fallecido, en 1983.
Es un peligro enarbolar banderas si no estás lo suficientemente convencido o sin pensar, previamente, todas las implicaciones que puede tener abrazar esa causa.
Si tienes miedo a que se acabe el fondo de las pensiones, lo menos que puedes hacer es contribuir a llenar la hucha, en la medida que te corresponda. Es algo que se llama coherencia.
Sin embargo, el mundo actual está lleno de nacionalistas que hacen la compra semanal en Carrefour; abolicionistas de la prostitución que consumen porno; personas que se definen como localistas que dicen que son naturales de Xinzo, cuando nacieron en la casa familiar de Faramontaos; católicos de misa semanal aliviados porque en el confesionario se perdonan todos sus pecados; galeguistas con nickname en inglés en todas sus redes sociales; feministas que chochean con los comportamientos machistas más recalcitrantes; delegados sindicales que llegaron al puesto cuando temieron que les fuesen a despedir; personas LGTBIQ+ que reclaman aliados para defender sus derechos que, en cambio, no respetan los de los demás; profesores de primaria colgados de mariahuana; defensores de la sanidad pública que van a parir a hospitales privados; etnias discriminadas que discriminan a otros colectivos; personas que presumen de autosuficiencia que piden recomendaciones hasta para comprar el pan; hombres que alardean de defender los derechos de las mujeres que envían por Whatsapp las fotos medio en bolas que comparten sus compañeras de trabajo en Instagram; funcionarios que claman contra la corrupción que no han comprado un boli en su vida; mujeres sororas que pican en el anzuelo de hombres casados; hombres aliados de la causa feminista que se limitan a «ayudar» en casa; sindicalistas que viven del cuento; heavies que idolatran a Marc Bolan, padre del glam; ecologistas fashion victims…
Deberíamos tener un poquito de cuidado antes de defender a ultranza una postura. Las pancartas las carga el diablo: exigen coherencia.