Mago, amago y amagar

Solo los niños pueden escribir a los Reyes y solo porque son niños y los otros magos. Los demás nos debemos a la serena república de las cosas serenas y republicanas. Es así, por esa razón, y porque, en su sinrazón, reinan en el corazón de los padres como seres de ilusión, capaces de traerles a sus hijos esos regalos que de sus manos no tendrían ninguna gracia; unos cachivaches más de los muchos que los padres les ofrendamos para tareas propias de la alegre infancia y la infeliz educación.


La ilusión de los niños es el más valioso patrimonio de su existencia, tanto que no les cabe ni nos cabe sostenerlo ni desdeñarlo, sin embargo, tememos que si descubren que la magia de los Reyes descansa en los padres, van a perder esa ilusión, a descreer de ella, de los regalos y de los padres. Mientras que si le llegan de la mano de esos fantásticos seres, sí son merecedores de ser celebrados como algo capaz de alimentarlos en la inocencia de creer en el embrujo.


Creo que debemos preservar la ilusión de nuestros hijos y defender la sana ingenuidad de creer en la magia y aún más en la justeza de la debida recompensa. Pero no así en la mediación de terceros por más magos que sean, deben hacerlo por ellos, para ellos y con los demás.


Quizá esta discordia nazca del hecho de ser los padres, por naturaleza, republicanos, digo, ciudadanos incapaces de otra gracia que la de soportar a los magos que nos engañan sin magia y amagan con reyes.

Mago, amago y amagar

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