¿Y qué se sabe? Pues que, normalmente, todos queremos prosperar, y cuando decimos “prosperar”, solemos referirnos a tener más dinerito para vivir mejor. Bueno, también los hay que quieren tener más dinerito para amasarlo, sin más; ni siquiera lo disfrutan, pobriños. Debe de ser porque no saben o porque son ricos en dinero, pero tienen la… ¿buena ventura? de ser pobres de espíritu, “porque de ellos será el reino de los cielos”, que decía Mateo –un evangelista, para los que no estén puestos en el tema bíblico, que ahora ya van abundando.
A ver, yo, puesta a elegir –y teniendo cubiertas mis necesidades básicas, claro está—, prefiero ser rica de espíritu. Me resulta más satisfactorio –fíjense ustedes qué tonterías— y mucho más entretenido, ¡dónde va a parar! O sea que, Mateo, lo siento, pero disiento de tus bienaventuranzas. Por lo menos de esa. En fin, sigamos con la prosperidad.
Resulta que hace unos cientos de años –tampoco es que sean muchísimos—, vio el campesino que sachando se comía de aquella manera, sí, pero no se ganaba dinerillo, que también hacía falta, porque lo del trueque ya estaba entrando un pelín en desuso y había que pagar en perras gordas –o lo que fuere— las cosas necesarias que no se podía fabricar en casa. Así pues las cosas, los hombres de la familia se iban a las ciudades en busca de fortuna –o por lo menos de la fortuna de encontrar trabajo—. Las mujeres y los niños se quedaban en las aldeas, encargándose de mantener las haciendas.
Debido a la escasa formación de los señores en cuestión, normalmente se dedicaban a la construcción, que, en aquellos tiempos, dada la falta de maquinaria, requerían mano de obra bien musculada. Ese fue el caso de mi abuelo, verbigracia, que se vino a La Coruña –en aquellos tiempos era “La”— a participar en la construcción de, entre otras, las casas del Campo de Marte. Y oigan, no falta día que no pase por allí y no me venga a la cabeza el abuelo Manuel. El abuelo Manuel… Según se cuenta –con gran orgullo y juerga familiar—, era un punto filipino que las montaba pero que muy gordas. Para mí, como ya lo conocí de mayor, pues era un venerable anciano al que adoraba. Su entierro es el primero del que soy consciente. Y más que de su entierro, de su velatorio. Yo era muy pequeña, pero recuerdo que estaba ofendidísima por lo alegre que estaba la gente, riendo y hablando de sus cosas a grito pelado y tomando anís y caña como si no hubiese un mañana. A mí me pareció fatal, pero que muy, muy fatal. Me acuerdo como si fuera hoy.
Cuando tuvo edad –poca, pero edad—, mi padre también dejó la aldea y se fue al País Vasco a construir carreteras. Era cantero y muy bueno, según decían. En Alsasua todavía queda alguna obra suya. Los primeros zapatos que tuvo, se los compraron para irse a la emigración. Hoy parece imposible, pero así eran las cosas. Y ahora nos quejamos porque no tenemos unas botas que nos combinen con la gabardina. En fin… A mi padre le siguieron su hermano mediano –que se casó en Navarra y allá se quedó— y su hermano pequeño, que se fue a Francia, pero volvió.
Mi padre también se casó en Navarra, pero le entró la morriña y acabó volviéndose para A Coruña. Otro que prefería ser rico de espíritu que de dineros, porque según mi madre, allá ganaba en una semana lo que ganaba aquí en un mes. En fin, no a todos nos dan felicidad las mismas cosas.
Y todo este rollo patatero –imagino que ya estarán acostumbrados— para llegar adonde quería llegar: que mi hermano y yo acabamos teniendo familia en Alsasua –de parte de padre y madre— y en Nigoi (A Estrada) –de parte de padre—. ¿Había algo mejor en aquellos tiempos que tener “aldea” o “pueblo”? Pues ya les digo yo que no. Hoy en día te pillas un viaje barato a cualquier parte y pasas las vacaciones estupendamente… o no. Antes, o tenías aldea, o te pasabas las vacaciones viendo los mismos horizontes que el resto del año.
A mí me encantaba ir a la aldea y andar de perico y sin control todo el día. Tengo un primo seis días mayor que yo y otros tres menores –la última ya llegó un poco tarde—. Mi primo José Manuel –el mayor— era como un viejo. Me encantaba estar con él. Llevábamos las vacas al prado que tocara ese día y nos tumbábamos en la hierba a hablar. Él se sabía muchos cuentos de la Santa Compaña, de los hijos del cura y todas esas cosas de las aldeas. Yo flipaba. Después de comer, nos íbamos con los pequeños a la palleira y vuelta a parlotear. Eran tardes lentas, plácidas y amables, aderezadas con aquel delicioso olor a heno que lo envolvía todo… Cuando nos cansábamos de tanta calma, jugábamos con los conejos –que estaban debajo del hórreo—, íbamos hasta el lavadero o corríamos como locos por todas partes. Al atardecer, bajábamos la leche al bar-tienda-estanco de Pena para venderla y volvíamos a subir –era una tiradita por un camino sin asfaltar—. ¿Y Paquita? ¡Paquita era la burra! Lo que me gustaba a mí montarme en Paquita y bajar por aquellas congostras llenas de agua sin mojarme los pies. Solo había un problemilla –aparte de la mala leche que tenía la animalita— y era lo mal que te olían los pantalones cuando te bajabas de ella, porque se montaba a pelo, claro. Recuerdo un día que ya me iba a venir para A Coruña y me di la última vuelta en Paquita. Me pillé los tres autobuses que había que pillar para volver de allí –Cuíña, Estradense y Castromil— y horas después estaba en una Coruña donde jarreaba. Me habían llenado de paquetes, claro –chorizos y esas cosas—, y el Castromil paraba a cierta distancia de mi casa. ¡Creí que no llegaría con vida!, pero llegué. No habían pasado ni diez minutos de mi llegada a casa cuando se presentó en la puerta el “niño” de mis sueños –tendría yo unos doce o trece años y el tres más—. ¡Casi me muero! De la alegría de verlo, claro, pero, sobre todo, de la vergüenza de estar como una sopa y oler a burra parda que tiraba para atrás. En fin, creo que a él no le importó demasiado.
Jopelines, no me va a dar tiempo a hablar de mis vacaciones con mi familia gallego-navarra de Alsasua, que, aunque en los últimos tiempos no tenga muy buena fama, es un sitio maravilloso donde yo he sido siempre –lo sigo siendo— muy feliz. Lo dejamos para otro día.
A lo que yo quería llegar con todo este rollo era a que antes las familias nos queríamos, nos relacionábamos y compartíamos lo poco que teníamos; hasta las casas, donde nos acomodábamos como fuera todos los que hiciera falta. Conocíamos a los hijos de todos nuestros primos y consortes, y a los hijos de sus hijos. Hoy en día, como no vivas en la misma ciudad –y aún así, ni con esas— no conoces ni a tus padres. Cada uno anda a su bola y, cuando hay un par de días libres, te coges un avión para irte a la Cochimbamba antes que pasar una hora en coche para ver a tu familia. Oh tempora oh mores. Yo no sé ustedes, pero para mí que estamos perdiendo unos valores muy valiosos. Es una opinión, ¿eh? Pues eso.
NOTA: sepan ustedes que empecé la Verbigracia con la intención de hablarles del crimen de Nigoi. Pero ya ven, siempre me tuerzo…