No cabe la ensoñación en los sueños, /la ciudad en las ciudades, /el dolor en los corazones, / la razón en las naciones, /solo el terror cabe en el horror/ y ambos lo ocupan todo. Así es, y así se cumplió en Moscú, primero el terror, luego el horror y más tarde la consolación por la salvación. Punto donde se conforma la diabólica matrioshka.
Ocurrido el daño y pasado el duelo, lejos de reflexionar sobra la causa, no encerramos en la nuestra, es comprensible, pero no válido en esta lucha contra nuestro peor enemigo, nosotros atenazados por el miedo.
Cuando hablo de la causa a la que abrirse no me refiero a la que mueve al terror a cometer un acto de esa feroz naturaleza, porque en ella no hay atisbo de causa, sino arbitrio de justificación.
Lo humano solo reconoce una causa, la humanidad, lo demás, como he dicho, son solo justificaciones.
Lo correcto, cuando se comete un brutal acto terrorista que siega la vida de cientos de seres humanos es abrirnos a ellos, darnos a su dolor, entrar sin miedo en él y abrazarlo como si fuese nuestro, porque lo es, y lo es porque así está inscrito sin misterio en el misterio de nuestra humana naturaleza.
Deberíamos, ¡claro que sí!, abrazar la causa, lo humano y a ello nos impele el terror, el horror y el dolor que arrastra, pero de inmediato viene la providencia de la salvación, alguien nos promete venganza y seguridad y nos extraviamos en ella con la indolencia propia de alegres corderos.