Cerca de millón y medio de jóvenes de todos los países del mundo, cien mil españoles, han ido a Lisboa para encontrarse con el Papa Francisco en otra impresionante Jornada Mundial de la Juventud. No hay otra concentración como ésta ni ningún otro líder que arrastre a esa multitud de jóvenes. Allí han escuchado a Francisco decir que “la Iglesia tiene todas las puertas abiertas”, que en ella caben todos sin exclusión alguna, exigir que “Europa ofrezca caminos de paz, procesos creativos para poner fin a la guerra en Ucrania y en tantos conflictos que ensangrientan el mundo”. Las armas, ha reprochado, “no representan inversiones de futuro sino el empobrecimiento del verdadero capital humano, el de la educación, la sanidad y el estado del bienestar”. Allí ha vuelto a denunciar los abusos en el seno de la Iglesia --”Nuestro mal testimonio y los escándalos que han desfigurado el rostro de la Iglesia”-- y se ha reunido con las víctimas para pedirles, otra vez más, perdón y ofrecerles acogida y escucha. Todos deberían tomar nota.
Ese millón largo de jóvenes lo tienen muy difícil, ha dicho el Papa, por “la falta de trabajo, los ritmos frenéticos en los que están inmersos, el aumento del coste de la vida, la dificultad para encontrar vivienda y empleo y, lo que es más preocupante, el miedo a formar una familia y a traer hijos al mundo” o por la “deriva utilitaria” del sentido de la vida que ofrece a quien le duele vivir “soluciones más amargas que el agua del mar”, como la eutanasia. Estos jóvenes que han ido a Lisboa tienen la responsabilidad y el compromiso de cambiar el mundo. No son jóvenes de laboratorio. Viven en el mundo, se divierten, también lo han hecho en Lisboa, estudian o trabajan, están en la calle, se implican con los que necesitan ayuda. Y creen en Dios.
Ellos pueden, deben demostrar que hay otra forma de hacer política desde la ética y la búsqueda del bien común y no desde el egoísmo, el frentismo y la soberbia. Sin políticos en activo, que se declaren católicos y defiendan esos valores, todo lo demás se pierde. Tienen que penalizar socialmente los comportamientos no éticos en la vida política, social o profesional y no normalizarlos nunca. Tienen que apostar por la fraternidad como antídoto frente a la polarización. Deben demostrar que la solidaridad, la tolerancia y el respeto al diferente son valores innegociables. Tienen que comprometerse a no dejar a nadie atrás porque hay que sentir “asco” por la pobreza y la desigualdad y luchar de la mano con los que las padecen. La indiferencia o la pasividad ante el sufrimiento ajeno es radicalmente inmoral. Tienen que saber que los refugiados, que huyen de la miseria, la guerra, las violaciones o la persecución son “invitados de Dios” y que ni el hambre ni la violencia pueden acabar con los sueños. Tienen que defender sin fisura alguna la igualdad de la mujer, la corresponsabilidad en la familia y en la sociedad.
Tienen que luchar por la cultura de la vida y los derechos de los que aun no han nacido pero ya son personas, al igual que el derecho a vivir con dignidad y cuidados paliativos y suficientes de los que sufren, porque el aborto y la eutanasia son fisuras irreparables a la protección de la vida humana. Estos jóvenes tienen que apostar por una educación en valores, libre, crítica, responsable, sin adoctrinamientos ideológicos ni de ningún otro tipo. Un millón de jóvenes con valores pueden cambiar el mundo tan injusto en el que vivimos. Debe hacerlo. “El mundo les necesita como la tierra la lluvia, no se jubilen de la vida, solo vais a ser luz el día que hagáis obras de amor”, les ha dicho Francisco. ¡Ojalá lo hagan y nos contagien a todos!