Cuando hablamos de comunicación en el mundo corporativo e institucional, todos tenemos claro que los mensajes deben ser coherentes con el propósito y los valores de la organización. Se debe comunicar lo que se es, lo que se hace. Se puede contar bonito, pero el maquillaje debe ser natural para no disfrazar tu esencia.
Es la idea que se transmitía en el II Foro DirCom Galicia sobre Comunicación Estratégica. No se trata de que te vean bien, sino de hacer bien las cosas, decía Iago Jover Mariño, director de innovación de Roberto Verino.
Sebastián Cebrián, director de Villafañe & Roman, insistía en la idea, asegurando que si realmente eres lo que dices ser, tendrás un buen colchón para que, cuando haya un problema, tu reputación no se vaya al garete.
En la misma línea, Henar Senovilla, directora de comunicación de Hijos de Rivera, hablaba de coherencia (lo que se ve fuera es lo que hay dentro, dijo) y honestidad como valores clave de su comunicación, por muy disruptiva que sea.
Pero, ¿qué pasa cuando nos aplicamos el cuento a nosotros mismos?
En el año 63 a.C., Pompeya, esposa de Julio César, organizó en su casa una fiesta dedicada a la Bona Dea, diosa romana de la fertilidad. Era una ceremonia exclusivamente femenina. La norma era tajante: ningún hombre podía asistir. Pero Publio Clodio Pulcro se coló, disfrazado de mujer.
En Roma se rumoreaba que Clodio tonteaba con Pompeya, que pretendía seducirla. Y aunque nunca se probó nada, el mero hecho de que lograra infiltrarse bastó para arruinar la reputación de la esposa del pontífice máximo.
El divorcio fue inmediato. Cuando le preguntaron a Julio César por qué, si no había pruebas, soltó eso de “La mujer del César no solo debe ser honrada, sino también parecerlo”.
Tuve un jefe que una vez me dijo esa frase. No recuerdo bien el contexto. Solo me recuerdo a mi misma preguntándome si hemos evolucionado tan poco que, desde la antigua Roma, nadie se ha dado cuenta, todavía, de que si eres algo, de verdad, lo parecerás y que, en cambio, si solo lo pareces, es más que probable que no seas nada: ni honrado, ni brillante, ni defensor de causa alguna, ni, tan siquiera, feliz.
Sartre ya lo dejó caer en El ser y la nada: “No somos otra cosa que lo que hacemos de nosotros mismos con lo que han hecho de nosotros”. O sea, que lo que cuenta es el ‘yo’ del que hablaba Ortega y Gasset. Un yo trabajado por ti mismo tras el impacto de las circunstancias, cuando has asumido lo que la vida te ha lanzado a la cara.
No lo dudes: lo importante, lo que te define, lo que te otorga valor es lo que haces cuando nadie te mira, cuando no tienes que aparentar.
Parecer es fácil. Es fachada. Es una pose. Un filtro de Instagram. Una frase robada de Pinterest o aprendida en algún argumentario. Puro postureo.
Ser es más complicado. Exige virtud. Demanda coherencia, incluso cuando no interesa. Puede que no dé likes ni origine palmaditas en la espalda. Pero tiene una ventaja: no se cae cuando sopla el viento. Lo falso, en cambio, se derrumba a las primeras de cambio, no aguanta un zoom.
Oscar Wilde decía: “Sé tú mismo. Los demás puestos ya están ocupados”. Pero claro, ser uno mismo no vende tanto como aparentar que eres lo que encaja, lo que gusta. De ahí que hoy en día sigamos despreciando el ser y valorando el parecer y se nos pida lo mismo que Julio César le pedía a Pompeya.
Seamos sinceros. No se puede tener la conciencia tranquila si vives aparentando constantemente parecer lo que no eres. Y la verdadera felicidad no se mide en likes, ni aplausos. Se nota en cómo duermes, en si puedes mirarte al espejo sin necesidad de justificarte.
Y suena Simple Man, de Lynyrd Skynyrd: “And be a simple kind of man. Oh, be something you love and understand”.