Vivirlo todo

Diciembre almacena todas las emociones de un año completo. Se recoge al final del almanaque, se pregunta a qué distancia estamos del principio, a qué distancia estamos del final. De todos los colores posibles, de diciembre es el blanco, el gris plata, el azul helado e infinito, pero nosotros lo adornamos de dorado, lo vestimos de rojo.


Debiera diciembre ser un mes simple, me refiero a sencillo, porque insiste en regresar a lo más profundo, nos lleva hasta la raíz.


De este mes que recién se inicia me gusta el acebo, es beso seguro. A este mes, mi mes, le digo siempre: «quería llegarte». Y llegar bien.


Me sigue pareciendo un atrevimiento escribir una columna de opinión semanal. Sin embargo, cada lunes lo agradezco, porque me invita a pensar de manera inesperada y me lleva a plantearme, a plantearte otra mirada. Escribir esta columna que lees me exige ser reduccionista, debo condensar bien lo que quiero expresarte. Me perdonan el intimismo, por favor, y esta cabeza llena de libros.


A diciembre llego saltando ciudades, abrazando lectores, leyendo libros. Soy escritora, formo parte de la comunidad de los narradores de historias, de los que escriben y crean mundos que destapan nuestras inquietudes más internas. A diciembre me acerco hablando de magia y de oficio con otra escritora, la valenciana Carmen Amoraga, ganadora del Premio Nadal, finalista del Planeta. Nos falta el tiempo, nos sobran palabras para hablar de esto que amamos: la literatura. Había llegado en tren, a tiempo para presentar El corazón imprudente, su último trabajo, en las Catas literarias de Pazo do Río. Ella quería escribir sobre distancias, sobre el espacio que separa la vida que tenemos de la vida que queremos tener.


No hablamos de política, ya no está ahí, se me antoja liberada, como si hubiese regresado a casa, al papel, al hermoso oficio de escribir. Detrás, años de servicio y gestión en la dirección de Patrimonio y Cultura de la Generalitat Valenciana.


Me cuenta que El corazón imprudente, que lleva una magnífica portada firmada por Paco Roca, debió llamarse No amar, como si eso fuera posible. Carmen, para mí ya es Carmen, me acaba de enviar un mensaje con la receta de una torrija, ya sé a quién va a regalar unas zapatillas por Navidad, que la maquilla su hija, también que Esteban González Pons fue puente en su regreso a las letras.  Le digo que le ha salido una novela de amor de la que vas enamorándote página a página, sin querer, como se enamora uno, inevitablemente. Porque Carmen Amoraga ha escrito una historia de historias intimistas, una mezcolanza de ternura, de ironía, de realidad, a través de hombres y mujeres que nos hablan de los deseos ocultos que todos llevamos dentro, de las debilidades que cargamos.  Qué suerte, pienso, que haya vuelto a sumergirse en la ciénaga de la intimidad, que se alejara de un despacho para sentarse en la cocina de su casa, que con estilo sencillo, claro, nada complejo, diría honesto, nos lance una pregunta: ¿Para qué vivimos?


¿Qué vivimos? ¿Cómo lo vivimos? Y busco esa cita, en Cartas a un joven poeta, de Rainer María Rilke: «No busques las respuestas, no se te pueden dar, pues no serías capaz de vivirlas. Y la clave está en vivirlo todo».  


Le he dicho a Carmen que me escriba cuando llegue de vuelta a su casa, a Picanya, no le he dicho que ya sé que ha llegado, que ha regresado, que nunca se había marchado de este refugio.

 

Vivirlo todo

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