Los enemigos de la democracia saben perfectamente que la mejor manera de combatirla consiste en atacar y desacreditar al Parlamento, considerándolo una institución inútil, estéril e ineficaz, que solo sirve para la defensa de intereses partidistas y no del interés general.
Esa tendencia contra el parlamentarismo se ha revelado a lo largo de la historia como el mejor caldo de cultivo para el nacimiento y desarrollo de los populismos, las demagogias, los sistemas asamblearios y los totalitarismos.
Solo la democracia representativa basada en el sufragio universal, libre, secreto, directo y periódico garantiza la pacífica alternancia en el poder y exige la existencia del Parlamento como expresión del pluralismo político y de la soberanía nacional.
Por ser esencial para la democracia esa característica del parlamentarismo, este se convierte en el enemigo a batir por todos los adversarios de la democracia.
Según lo expuesto, no puede extrañarnos que el primer ataque contra el Parlamento consista en sostener que “no nos representa”, para seguidamente optar por el sistema asambleario y, finalmente, defender la superioridad de la calle sobre el Parlamento y de la gente sobre el pueblo.
Cuando Kelsen reflexiona sobre “el problema del parlamentarismo”, termina reconociendo que el parlamentarismo es la mejor defensa de la democracia si somos capaces de demostrar que “es la única forma de hacerla posible”. Conforme con esa tesis afirma que todo movimiento contrario al parlamentarismo, es decir, al sistema representativo, hay que interpretarlo como un ataque a la democracia.
Es cierto que hubo y hay Parlamentos sin democracia; pero lo que no puede haber es democracia sin Parlamento.
Siguiendo a Kelsen, podríamos decir que la crisis del parlamentarismo se resuelve y supera si la clase política demuestra la capacidad de anteponer los intereses del Estado a los del partido o a la búsqueda del poder como un fin en sí mismo. Así dice que “gobierno del pueblo no es lo mismo que gobierno para el pueblo, pues sin la unión de la participación ciudadana en los asuntos públicos para la búsqueda del bien común, la democracia abandona su esencia y, más pronto que tarde, podrá ser derrotada”.
El parlamentarismo supone el triunfo de la persuasión sobre la agresión y de la discusión sobre la imposición, de tal manera que, como dijo Sigmund Freud, “el primer ser humano que insultó a su enemigo en vez de tirarle una piedra fue el fundador de la civilización” y, más acertadamente, Will Rogers reconoció que “nunca tendremos una verdadera civilización hasta que hayamos aprendido a reconocer los derechos de los demás”.