El concierto

Perdóneme que insista. Otros lo hacen con sus temas preferidos y tengo que aguantarlos. Después de todo, entre otros muchos amores, La Coruña y la música colman apetencias exquisitas. Por eso Marineda da en concierto sinfónico notas precisas y adecuadas. Sin desafinar ni salir por peteneras. Bajo la dirección inspirada y helicoidal de quien, principio y fin, no sale del cauce de la partitura. Así, nuestro recital urbano arranca con los pasos de la Torre al redoble monótono del tambor. Plan, rataplán, rataplán. Viene hacia nosotros. Susurrante. Enigmática. Mientras sobre la ventana del puerto se acoda el sonrosado amanecer de trompas que propagan al aire círculos amarillos. La polis confluye con su instrumental paradigmático de cuerdas –violines, violas, chelos y contrabajos– bocinas de automóviles, sirenas de ambulancias, coches de policía y de bomberos a dar textura al tapiz musical. Ondulación de sonidos de viento que acentúan las fuentes de calles y jardines, el piar de los niños en sus juegos o el gutural graznido de las gaviotas. Sin olvidar los oboes impartidos en el vértice de chaflanes y los fagots de rascacielos roncos, desafiantes y graves.
Ruidos. Silencios. Armonía. Timbales. Platillos. Bombo. La percusión que explota en Riazor cuando el Depor marca un gol. Campanas, xilófono, triángulo, pandereta y castañuelas apiladas sobre el fragor del mar que nos abraza con aviesas intenciones. Lo divino se hace humano en la carga seductora del arpa que tañe cuerdas de ríos plácidos desde el milenario Egipto hasta hoy. Una lira –símbolo universal de la música– en el dintel de Punta Langosteira y reflexión de Jeremy Collier sobre la función de los instrumentos de cuerda. “¿Puede haber algo más extraño que el hecho de que frotar un poco de pelo sobre una tripa de gato produzca una alteración tan enorme en un ser humano?”. ¿Dónde dejamos nuestro universal: La Coruña, ciudad donde nadie es forastero? 

El concierto

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