E s imposible un acuerdo total en materia taurina. Los españoles lo llevan en su ADN, guste o no, tanto en el de los que, poniéndose cursis y trascendentales, defienden la tauromaquia como arte, tragedia y paradigma vital, como en el de quienes la critican como algo bárbaro, cruel y trasnochado. Todos son la cara de una misma moneda. Aunque hay categorías y matices.
El Toro de la Vega, por ejemplo. Fiel a su cita –como las Fallas, la Feria de Abril, el Rocío o las rebajas, temas de gran tradición informativa–, llega este desenfadado torneo en el que 40.000 zuavos persiguen, azuzan, acorralan y dan muerte a lanzazos a un toro.
Los grupos animalistas ponen el grito en el cielo ante lo que consideran una salvajada. Hasta voces decididamente partidarias y defensoras de lo taurino se oponen, aunque tal vez temiendo más que, al mezclar churras con merinas, su sacralizada “fiesta” pueda caer en el mismo saco de la crueldad gratuita. Todos piden su abolición. Y los tordesillanos a lo suyo. Que si la fiesta es una tradición, que si hunde sus raíces en la Edad Media, que si el toro se enfrenta en igualdad de condiciones a los mozos expuestos a su furia, que si patatín, que si patatán y... ¡qué diantres! es su fiesta y nadie tiene por qué venir a aguársela.
Los españoles siempre fueron muy dados a importunar a los animales; si por importunar entendemos tirar cabras desde un campanario, decapitar gansos, alancear toros, asaetearlos, plantar fuego en sus cuernos o sacarlos a una plaza para que un espantajo de colorines lo torture ante el júbilo de quienes paradójicamente se hacen llamar “respetable”... ¡Ah! Pero es la tradición amigo mío. El bálsamo de Fierabrás que todo lo cura. Hasta un improbable cargo de conciencia.
Tradición ancestral es ese rito que se practica en el África profunda donde, después de la luna de la fiesta de la boñiga, una primitiva tribu sale a cazar una cría de gorila en la densa selva. Cobrada la pieza, la llevan al poblado. Una vez atado a un poste ceremonial, al mono le cortan los perendengues y se los meten en la boca. Luego, aún vivo, lo trocean y se lo zampan crudo (cuando no consiguen un gorila filetean a algún turista de aventura). Tradición en estado puro. Propongámosla pues a la Unesco para Patrimonio Inmaterial de la Humanidad. A ver si ahí también se la cogen con papel de fumar como han hecho muchos gobiernos, partidos y organismos a propósito de la profundamente enraizada tradición taurina española.
En Galicia somos más de enfrentarnos ritualmente a los animales al modo de ese combate incruento y de igual a igual que es la rapa das bestas. Pelea tras la que, sin haberse hecho mucho daño, todos saldrán felizmente libres. O más inocuo en Inglaterra, donde lo tradicional es tirar un queso colina abajo e ir todos a por él a rolos. No será muy trágico, pero nos lo pasamos en grande sin matar.