Pertenezco a esa casta de los que nunca han tenido carné de conducir. Mi visión del mundo desde un coche ha sido siempre la del copiloto. Y aunque no se podría decir que haya sido un gran viajero, ello no significa que no haya visto suficiente. Sobre todo ahora, por cuestiones domésticas. Esto se debe a que en mi familia a la que conduce Dios no le concedió el don de la orientación.
Si Colón hubiese delegado en ella el timón de la Santa María, en vez de llegar a Cabo Verde aprovechando los alisios dirección suroeste, ahora estaríamos hablando del descubrimiento del Nuevo Mundo habiendo seguido el círculo polar ártico, cruzando el mar de Bering, y, tras bordear las Aleutianas, desembarcar en algún punto del Yukón. Sin ir más lejos, con ella al volante, un corto desplazamiento de Coruña a Sada podría convertirse en un serpenteante viaje por insólitos parajes con un pasmoso e inesperado final en Nogueira de Ramuín.
Vaya en su descargo que a odiseas como esta contribuye mi imcompetente ayuda (tengo una brújula por llavero, tan útil para el caso como la máquina de Antikitera) así como la peculiar señalización de las infinitas carreteras y autovías gallegas, que parece colocada por alguien tras haber absorbido sin medida litros de clarete antes de desayunar. Se sabe de algún conductor, fiel observante de las normas, que habiendo entrado en una glorieta estuvo dando vueltas durante días por cumplir a rajatabla las indicaciones. Y así seguiría eternamente si una misteriosa y providencial fuerza centrífuga no lo hubiese sacado felizmente del delirante tiovivo.
Sin embargo, gracias a estas fortuitas expediciones he podido conocer la geografía gallega con detalle y alucinar con la cantidad de animaladas que los habitantes de este país han hecho con la arquitectura y el paisaje, no sólo en núcleos de población más o menos importantes sino hasta en los lugares más inhóspitos y alejados.
O bien tenemos la particularidad de incluir de serie un clavo en la cabeza o bien cierto gen –o la ausencia de él– nos caracteriza por la versión opuesta al “síndrome de Stendhal”, la de la ojeriza a todo lo que signifique belleza y armonía, lo que se traduce en interminables y disparatadas atrocidades urbanísticas y ecológicas. Es un misterio cuándo y cómo se produjo ese salto genético.
El caso es que los propios gallegos hemos llegado a ser azote de Galicia, capaces de destruir en poco tiempo un hermoso país hasta convertirlo en un estercolero, réplicas un sórdido suburbio de gran ciudad, en algo demencial que lejos de frenarse parece crecer exponencialmente sin que nadie intervenga. Feísmo, le llaman. Y nada tiene que ver con la falta de recursos de los autores de tanta burrada y desvarío. Decenas de miles de galpones, chaletes, casas, urbanizaciones y polígonos hechos por locos furiosos crecen como hongos en Galicia. Deben de ser los genes. O la carencia de uno de ellos.