El conocimiento empieza en el asombro, había dicho Sócrates y, en consonancia con esa idea, Schopenhauer afirmó que, “no es posible sentir intensamente este asombro, sin emprender una indagación”.
Siendo cierto lo anterior, no es menos cierto que el asombro y la admiración son los que despiertan la curiosidad y el ansia de saber del ser humano; pero serían ineficaces sin el interés que active la acción de nuestra voluntad.
Carecer de interés es ser “abúlico”, es decir, no tener ánimo ni disposición alguna para pensar, querer, sentir o actuar. La abulia, podríamos definirla, como el nihilismo de la voluntad y la antesala de la despreocupación que consiste en no interesarse por nada ni por nadie.
Ante esa actitud, Nietzsche defiende la voluntad de poder y detesta todos los valores que inhiben esa voluntad. Por eso, arremete contra las doctrinas que aconsejan el autocontrol y la resignación o el conformismo. En su obra el “Anticristo” rechaza la moral cristiana, por considerarla una moral de esclavos que defiende la mansedumbre, consistente en “poner la otra mejilla”.
La voluntad no es un deseo indeterminado o vacío de contenido. Tiene siempre una intencionalidad. No es querer algo en abstracto; es fijar la atención en un fin u objeto concreto y determinado.
La voluntad es el gran motor que impulsa la decisión de vivir, el ansia de poder y el deseo de tener o alcanzar el éxito o triunfo en la vida.
Por eso Schopenhauer tituló su principal obra “El mundo como voluntad y representación”. Para esta autor, la voluntad es un principio metafísico general que gobierna el universo, es decir, una fuerza omnímoda que rige el conjunto de la naturaleza, desde la planta al animal más complejo y que sólo el hombre, con la razón, puede liberarse de la esclavitud de una voluntad ciega.
Pero si la voluntad mueve a la acción, la curiosidad la espolea y activa. Como dijo el escritor brasileño Paulo Coelho, “lo que me interesa en la vida es la curiosidad, los desafíos, las buenas luchas con sus victorias y sus derrotas”.
En todo caso, sólo interesa lo que importa, a sabiendas de que “todas las cosas adquieren importancia para nosotros, cuando nos damos cuenta de que existen”, como piensa André Gide.
Ni el nihilismo de la voluntad, ni el voluntarismo ciego; sólo se debe admitir la “inquietud”, como único determinante de la acción y prueba de nuestra libertad, pues, como pensaba Locke, el que “podamos quedarnos quietos” es una decisión libre, mediante la cual, puede la mente suspender la ejecución o satisfacción de sus deseos, antes de que la voluntad se vea determinada a la acción. En eso, concluye, consiste la libertad.
Quien permanezca impasible ante el mundo que le rodea y el entorno en que se desarrolla la vida, pasará por ella sin dejar huella ni contribuir al progreso y desarrollo de la humanidad, o sea, seguirá el consejo de Epicteto de “pasa desapercibido en tu vida”.