No es una cuestión de altura. Ni de masa ni de aceleración. Es sólo de la consistencia del suelo. Puede sonar “bunk” o “zap”. A veces podría notarse un “fop” con una ligera vibración. Eso es que alguien se ha caído de un guindo. Últimamente están cayendo por arrobas. Como el día en que descubrimos que el tío Bernardino no era aquel circunspecto y severo funcionario de Fomento, procurador en Cortes, amantísimo padre y esposo, sino un tarambana de cuidado. Un tipo canijo y calvo, amante de la francachela y el juego, que llegó a apostar a la tía Vitoyita (pobre mujer) en una timba de póquer. Un cinco de picas la libró de un destino incierto. Una escalera oportuna frente a un trío de reyes. El naipe benevolente lució en la cartera del tío durante años como un san Pancracio milagrero, y no por ser la carta que salvó a la tía –ella sólo había sido el resto para ver jugada–, sino porque hizo que aquel día el fullero ganase la friolera de cuatro millones de pesetas. Se las pulió entre esa noche y las cinco siguientes.
Para compensar gastos, se dice que incluso acostumbraba a meter mano en la libreta de ahorros de sus hijos. Y para financiar sus calaveradas solía aprovechar las faltas de sus vástagos para sacarse unos durillos. “Cobro de impuestos”, llamaba a dicha maniobra. Los tenía abrasados y como tenía once, llegó a reunir un capitalito considerable. Las horizontales lo tenían por divertido y generoso. Los taberneros, por un buen cliente, capaz de trasegar bocois y pagar rondas alegremente. Un sietemachos que no se arredraba ante una pelea, aunque al final acabase boca abajo en un contenedor pataleando con sus piernecitas en el aire, aullando de furia, sediento de sangre y pidiendo venganza con voz ahogada. Eran sus noches así. Sus días eran de misa matutina, leve inclinación y saludos de sombrero de camino al ministerio. Así, burla burlando, mientras daba lecciones de probidad e intachable proceder, el libertino aquel arruinó a su familia y, pegando sablazos a diestro y siniestro, dejó tiesos a quienes le prestaron cuartos. Un predador cuya opus magna fue atreverse con la Administración, a la que le dejó temblando la caja. Por eso, entre pitos y flautas, le cayeron tres años. Salió al fin el crápula de la cárcel y se largó al Caribe con todo lo que había trincado. Fin de la historia.
Cuando se corrió la voz sobre las tropelías de Bernardino, todo el mundo aseguraba que ya estaba al cabo de la calle, que era sabido. “...Si era vox populi, ¿de qué guindo te has caído, muchacho?”, se burlaba el enterado de turno. Pero nadie había dicho nada. Nadie había protestado. Acaso sotto voce en tertulias y corrillos de comadres. Nadie denunció nada. Ni sus propias víctimas. Cuando el barco en el que aquel granuja iba a poner mar por medio zarpó, entre el bramido de la sirena se podían oír “bunk”, “zap” y hasta algún “fop”, dependiendo de la consistencia del suelo.