Era un libro turbador. Estaba bien a la vista, destacando entre muchos otros que se amontonaban sobre la mesa expositora. Bajo las grandes letras del título, un rostro en blanco y negro en la portada nos observaba reclamando nuestra atención. Era una cara consumida hasta lo imposible, una calavera forrada de piel. Nos producía grima y nos atraía a un tiempo. Siempre que íbamos a aquellos grandes almacenes a rebuscar entre discos y libros, aquel tenía tal poder de atracción que superaba toda desazón.
Era superior a nuestras fuerzas, de tal modo que todos los amigos que por allí rondábamos, a pesar de nuestros esfuerzos por evitarlo, acabábamos juntándonos alrededor de ese ejemplar. Así, cada viernes por la tarde se ejecutaba el ritual y varias cabezas adolescentes se inclinaban sobre él cediendo a su fuerza, revelándonos la crueldad humana. Uno de nosotros, el más arrojado, ejercía de oficiante pasando los hojas con mano temblorosa mientras los demás observábamos fascinados aquel espanto, dudando de si aquello pudo realmente haber sucedido, de si aquellas atrocidades que tan descarnadamente nos mostraban las fotografías pudieron haber sido cometidas por seres humanos...
El epílogo de la incursión era siempre el mismo: dejábamos estremecidos la tienda rumiando en silencio las monstruosidades que habíamos contemplado y temiendo haber alimentado las pesadillas al ceder torpemente ante la atractiva visión de lo atroz. Tan abrumados quedábamos que la pena o la conmiseración hacia aquella pobre y desconocida gente –lejana en el tiempo y en el espacio– quedaban solapadas por el horror. “Holocausto” nos abrió una ventana a una realidad que desconocía nuestro amable universo recientemente infantil.
Ahora, miles de telediarios después no queda nada de aquel desasosiego ante la brutalidad. Miles de noticias terribles nos han hecho de piedra. La costumbre nos ha vuelto paquidérmicos. No hay ya empatía. Miles de películas con final feliz nos han convertido en gilipollas. Panolis de corazón duro. La aberración, por cotidiana, se dulcifica y ya nada es capaz de conmovernos. Ni la pobreza, ni la miseria; ni el abuso ni la violación ni el asesinato. Las tragedias humanas son estadísticas. Somos aquella gente sorteando sin inmutarse un cadáver tirado en una calle del Gueto de Varsovia. Víctimas inmisericordes e imperturbables antes de ser también cuerpos abandonados. Somos la calavera que nos miraba desde aquel libro (¿o era un un espejo?) preguntándose qué diablos hacía allí y qué clase bestias le habían convertido en eso.
Aunque por cinismo que no quede. Y es que si ni somos capaces de revolvernos contra quienes nos acosan, contra los que abusan de nosotros y se pitorrean mientras nos maltratan en el gueto donde nos han recluido ¿cómo vamos a apiadarnos de cadáveres extraños?