Una senadora

La muerte dolorosa y súbita de esa gran dama Rita Barberá, tan sañudamente perseguida, acosada y vilipendiada por tirios y troyanos, depara reflexiones sin cuento sobre la brevedad de la vida y la injusticia –vestida de envidia– que ataca siempre a las criaturas excepcionales. No se trata de escribir un obituario, tan abundantes estos días en la prensa nacional e internacional… Simplemente, queremos pensar.
Así, por Jorge Manrique sabemos que nuestras vidas son ríos que van a dar a la mar que es el morir; sin olvidar las cáuústicas conclusiones de Quevedo –“soy un fue, y un será y un es cansado”– diseñadas entre el estoicismo moral, y el epicurismo que empuja al carpe diem (vive tus días). Mientras, frente a la actual coctelera de proposiciones indecentes que bombardean nuestra conducta, permanece Séneca recomendando una vía interior que conceda la dignidad como pasaporte espiritual.
Es la carrera que emprendemos al nacer hasta la meta del fallecimiento. Existencia corta, figuras históricas, disquisiciones sobre la inmortalidad. Que también nos empujan al racionalismo de Immanuel Kant: “Dormía y soñé que la vida era bella, desperté y advertí entonces que la vida es un deber”. Además plantea una lucha entre Eros y Tánatos. Lo rememora Ionesco. No hay que integrar. También hay que desintegrar. Esto es la vida. Esto es la filosofía. Esto es la ciencia. Esto es el progreso, la civilización.
Nunca debemos olvidar que la muerte es la afirmación de la vida. Al final –si no nos incineran– veremos nuestra calavera en las manos afiladas de un trapense o servirá para que Hamlet dialogue con la del simpático bufón del monarca. Los demás nos preceden y únicamente perdura, según el refranero, tal el caso de Rita Barberá, que la fama va más allá de la muerte. Ya es un icono, un mito, un espejo al que Calderón puso el azogue: “Ven, muerte tan escondida, que no te sienta venir…”

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