Se ha hecho habitual la especie de que el continente americano era ya harto transitado antes de que Colón lo diese a conocer al mundo. Que las Indias Occidentales, como serían conocidas en aquella época antes de que el cartógrafo Americo Vespuccio les diese nombre genérico, habían sido desde antiguo poco más o menos como la calle Real a las seis de la tarde de un sábado. Bien, pero para la historia fue el genovés su legítimo descubridor. Y punto. Claro que detrás de todo está el gusto por el misterio y las ganas de darle una vuelta más a la tuerca para forzar un alejamiento de la potajera cotidianidad haciendo más atractivo el asunto.
Sin embargo, efectivamente, en la tramoya de la epopeya colombina no todo es lo que parece ni es oro todo lo que reluce. La propia figura del descubridor y de sus orígenes siguen sometidos a controversia y, a pesar de que son muchas las pruebas que pasan por incontestables, siempre habrá una sombra de duda y saltará a cada paso alguna otra teoría plausible. Ya el propio nombre de Cristóbal o Cristóforo, es decir, Cristo Ferens –el que lleva a Cristo–, suena a falso. Semeja más un alias, un nombre simbólico que le serviría a un tiempo para ilustrar al gusto su empresa y quebrar voluntades, como la de su católica majestad, la usurpadora, artera, ambiciosa, papona y meapilas Isabel.
Además, su comportamiento en el nuevo mundo distó mucho del carácter humanitario del que nos hablaron. Como la imagen que nos presenta la iconografía finisecular tardoimperialista: la de un andrógino lechuguino y cursi, mirada mística al cielo como una santa Teresita de Lisieux, tomando beatíficamente aquellas tierras para la Corona española. Que se lo digan si no a los indiecitos que sufrieron sus bellaquerías y por lo que dio con sus huesos en la cárcel.
Estos dos simples datos, al margen de las decenas de ellos que pueblan su abracadabrante y truculenta biografía, servirían para intuir que el tal Cristóbal era un pollo de cuidado. Trapacero y arribista, aventurero sin escrúpulos, precursor del pícaro, pero con más mala leche, capaz de poner a los pies de los caballos a cualquiera en su propio beneficio.
Sin embargo, la Historia ya lo ha juzgado. Queden para otros las cábalas y las fantasías sobre su vida. Para la posteridad, el marino era, es y será genovés y almirante de la Mar Océana, descubridor del Nuevo Mundo y hombre de bien. Juzgado está. Su nombre era Cristóbal Colón, aunque bien pudiera haberse llamado Pepinno dos Queijos (léase Pepiño dos Queixos) o Jaume el Conqueridor. O más bien, el Conseguidor.