En un país donde ciscarse en los muertos de otro es casi un deporte, no es de extrañar que haya opiniones de todo tipo sobre quienes pasaron a mejor vida, ya sea por causas naturales o por la vía de apremio, lo que habitualmente se traduce en escandalosas salidas de tono. Paradójicamente, a nadie se le ocurre hablar mal del difunto cuando su cuerpo aún está caliente, así haya sido el finado un auténtico bellaco, vulgo hijoputa. Todo son panegíricos y alabanzas. Ahora bien, cuando el cuerpo está, no digo ya frío sino helado, es decir, con sus huesos mondándose desde hace tiempo, la cosa cambia y suele sacarse la húmeda a paseo sin recato.
El alcalde de Baralla soltó una de esas a las que nos tienen acostumbrados los políticos, auténticos especialistas en largar gilipolleces a las primeras de cambio, cuando dijo que los “muertos del franquismo lo habrán sido porque lo merecían” (supongo que cuando dice “los muertos del franquismo” debe entenderse “los muertos por el franquismo”). Ahí queda eso. Luego, lo esperado. Clamor popular pidiendo la cabeza del ofensor y reclamando su destitución. Como esto último en política es una quimera, la cosa se suele arreglar pidiendo perdón el deslenguado con la boca pequeña y asegurando que sus palabras se sacaron fuera de contexto. Sólo que estos lenguaces ya deberían saber, por llevar la fiesta en paz, que a estas alturas hay asuntos que no se deberían tocar. Y ya no sólo por el exabrupto, sino porque –como dicen que dijo el último rey portugués, Manuel II, cuando, un nervioso (vaya usted a saber por qué) introductor de embajadores tuvo que comunicarle la llegada de un diplomático apellidado Porras y Porras– lo que molesta es la insistencia.
Sucede que, aunque no lo parezca, los cuerpos de los represaliados en la Guerra Civil están todavía calientes, porque aún quedan testigos y víctimas de aquella barbarie. Si hubiese dicho que los muertos de –que sé yo– Sancho I el Craso, por decir algo, estuvieron bien matados, dudo mucho de que hubiese problemas u ofendiera a nadie. Si acaso a algún erudito local defensor a ultranza del rey leonés que pondría el grito en el cielo, como si hubieran mentado a su padre, pidiendo una explicación y exigiendo una inmediata satisfacción (aunque fuera a primera sangre). El asunto se arreglaría con unas palmaditas en la espalda calmando al ofuscado: “No se sulfure usted, don Braulio, que las víctimas de El Craso seguro que no se lo habrán tomado a mal”.
Pues bien, en este caso, es a políticos como estos a los que habría que calmar cuando largan de más y extemporáneamente. Habría que hacerlo con unos golpecitos en el cogote y una recomendación: “Deja la política, Venancio, que siempre la lías. Vuelve a la ferretería, no seas castrón, que para esto no sirves y allí eras un fenómeno”.