Hace unos días conocimos a un grupo de gente procedente de varios países europeos de visita por Galicia. Habían atravesado de sur a norte nuestra tierra siguiendo la costa. Entablamos amistad, y mientras recorríamos la ciudad hablando sobre gastronomía, paisajes, costumbres y tradición en general, en algún momento alguien se interesó por el tsunami que había a asolado el litoral gallego. Aunque les sorprendía que no se hubiese tenido noticia de un acontecimiento así, ya que por lo que habían visto, parecía realmente devastador. Extrañados por la pregunta, les trasladamos nuestra total ignorancia sobre tal suceso, máxime cuando de haber sido así, hubiésemos sido testigos, o peor aún, víctimas del maremoto. A nuestro entender ninguna catástrofe había tenido lugar en Galicia desde el “Prestige” y su inquietante gestión.
Entre protestas por nuestro desmentido aseguraron que habían visto con sus propios ojos los efectos de la destrucción. El panorama que describían era desolador. Uno de ellos, sismólogo de profesión, juraba que si lo había contemplado no era lo más parecido al paisaje después de una siniestra ola, él era un simio. El asunto nos preocupó. Una de dos: o aquellos tipos estaban majaretas o nos estaban vacilando con ese humor centroeuropeo tan característico. Quedaba aún la posibilidad de que realmente hubiese sucedido algo y no nos hubiésemos enterado. Tal era la vehemencia, minuciosidad y verosimilitud de su descripción que empezamos a considerar la posibilidad que efectivamente hubiese sido así.
Los argumentos que esgrimieron, en principio no dejaban lugar a dudas, pero parecían fuera de contexto. Tal vez algunos detalles de nuestra idiosincrasia les llevó al error. Entendían los visitantes que la concentración y amontonamiento caótico de construcciones y edificios solo podía deberse a la violencia del mar en un avance de proporciones apocalípticas, semejante a las escenas que dejó el maremoto de Japón en 2011. Apoyaban sus tesis además en que la mayoría de ellos no eran más que esqueletos de hormigón de aspecto ciertamente cochambroso, sin duda a consecuencia de algo realmente destructivo (para enfatizar la narración, una mujer comentó la profusión de metálicos de cama que había visto en muchas fincas, lamentándose por la suerte de sus ocupantes).
Aludieron a la destrucción que contemplaron a cada paso; a los cientos de miles de metros cuadrados de explanadas vacías; a las montañas de neumáticos, inodoros, tuberías, sofás desvencijados, colchones mugrientos (a cuyos propietarios la mujer dedicó otro emotivo recuerdo) y cascotes que jalonaban caminos y carreteras, como si una ola gigantesca hubiese arrasado todo a su paso. Concluyeron que si eso no era el resultado de un cataclismo no sabían que otra cosa podía ser. Salvo un desastre nuclear. Recordaron además haber visto numerosos barcos varados tierra adentro (curiosamente siempre en rotondas o lugares así). Con paternal condescendencia y sincera simpatía hacia su candor les rescatamos de su confusión: el resultado del espectral panorama al que se referían no se debía a un tsunami sino a un gentilicio.