Es difícil sustraerse a comentar los resultados de las autonómicas andaluzas. El bombardeo mediático al que fuimos sometidos en las semanas previas y los análisis posteriores han dejado poso. Desde el primer momento se nos advirtió de que estas elecciones serían el banco de pruebas para la sucesión de comicios que se han de celebrar en los próximo meses. De tal manera que los resultados darían en buena medida una idea de lo que está por venir. A la vista de lo acontecido, medios, analistas y tertulianos sacaron sus conclusiones mientras el paciente ciudadano apandaba con la matraca, aunque se le diese un ardite tanto el asunto como el teatro de operaciones.
Los conocedores de los entresijos de la política han inferido, pues, el éxito de los socialistas y el descalabro de los populares, así como el discreto, pero prometedor ascenso de Podemos y de Ciudadanos y la ruina de UPyD. Muchos expertos redujeron sus consideraciones a detalles sobre ardides y enjuagues políticos, como “la jugada maestra” de la candidata a la presidencia de Andalucía al adelantar las elecciones para abortar el avance de Podemos, así como la espantada de los líderes nacionales del PP al dejar a su candidato como un pollo desplumado solo después de la derrota. En definitiva, la lectura de lo que es en esencia táctica política, y en las que ésta es causa, circunstancia y objetivo de todo; un juego en el que un número limitado de participantes se lo guisa y se lo come, pidiendo la participación del ciudadano, del que luego prescindirán.
Y el ciudadano reveló su pensamiento y ha demostrado que en Andalucía el voto socialista es endémico (como lo sería el popular en Galicia) y no se debería trasladar a otros contextos. Pero aun así no se explica que el partido que ha protagonizado el mayor caso de corrupción (por cuantía) y entre los más bellacos (por naturaleza) haya sido bendecido con cerca de millón y medio de sufragios. Además, su candidata –una militante chusquera que prosperó entre intrigas y maniobras internas– es hija política de muñidores de alto rango de la trama de los ERE y promocionada por ellos. Del otro lado, el señalado como perdedor –perteneciente al partido que ha ido dejando por la geografía peninsular un reguero de tramas corruptas y golferías, la formación de un Gobierno que legisla con apisonadoras, sangrando a los ciudadanos y causando estragos entre la clase media y las libertades– a pesar de perder unos quinientos mil votos, aun obtuvo algo más de un millón.
¿Cómo se comen estas cifras? ¿Castigo? No, ni suave reprimenda. Qué diablos tiene que pasar para que el pueblo reaccione al fin y vapulee donde más le duele, en las urnas, a una clase política que, según se percibe (se constata), ha secuestrado la democracia para convertirla en un negocio y en juego de conciliábulos. Bueno, tal vez no sea más que una reflexión de taberna: o bien se ha ido mucho de boquilla o el exceso de fibra ha hecho que el pueblo soberano evacue hasta el sentido común. O, efectivamente, sarna con gusto no pica.