Dónde vas triste de ti

El patrioterismo folclórico tuvo las de cal en poco tiempo. Miles de seguidores vieron atónitos cómo caía con estrépito “La Roja”, desfondada, humillada a las primeras de cambio. Nadie se esperaba ese desastre. Muchos se quedaron descolocados. Sobre todo anunciantes, patrocinadores, agencias de viaje y todos los que querían sacar tajada de ese circo en que han convertido el fútbol. La selección española frustró con su eliminación las expectativas de muchos. Todavía salen al aire los anuncios y las cuñas publicitarias que con coritos desenfadados y espíritu triunfal hacen votos por las victorias de la aguerrida muchachada balompédica, los nuevos héroes que en su día fueron capaces –al decir de patriotas temerosos y amoscados por el cariz nacionalista que estaba tomando la cosa– de cohesionar y unir un país que motejaban de cainita bajo un mismo himno, bandera, anhelo de destino universal y un torito huevón.
La patria recuperada. Lo que no conseguían otros propósitos, un juego lo hizo. Decían. Pero todo eso se fue al garete en dos jornadas aciagas. Las cuñas, que por contrato tienen que seguir saliendo, cobran ahora matices de recochineo; los adalides del balón vuelven a sus cuarteles cabizbajos y millonarios mientras la afición llora su desgracia y busca culpables. Pide que rueden cabezas y exige una satisfacción. La ciudadanía dirige la vista al futuro deportivo con esperanza sin importarle seguir su vida igual de engañada y empobrecida. Y previsiblemente más puteada. Ya no hay una selección campeona, el bálsamo de Fierabrás que habría de convertir en españoles hasta a las monas de Gibraltar.
Las banderas que antes ondeaban orgullosas en ventanas y balcones parecieron luego estandartes abandonados en el campo de batalla tras una cruel, sangrienta y vergonzosa derrota. Se han ido retirando subrepticiamente. A nadie se le ocurrió aprovecharlas para celebrar el magno acontecimiento planetario de la proclamación de un rey. Un festival en la que los figurantes simulaban masas enfervorizadas al paso de una comitiva con soldaditos zarzueleros a caballo dando saltitos desacompasados, embutidos en corazas bruñidas y con un pollo en la cabeza. Una cabalgata en la que sus nuevas majestades saludaban a la concurrencia con una peculiar mano mecánica que giraba a izquierda y a derecha sin descanso, al tiempo que mostraban una inquietante sonrisa mantenida con gomas sujetas unas a pinzas disimuladas detrás de las orejas.
Alguno dice que vio montado en un jerezano retozón a Vicentito Parra. Otro asegura que oyó gritar ¡Viva el rey! a Xan das Bolas, aquel infeliz entregado a vitorear a las élites. El de los perejiles no es seguro que estuviese, pero Xan das Bolas, sí. Hay pruebas. Sale en las fotos.

 

Dónde vas triste de ti

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