En las noches de insomnio pensábamos que nada como el televisor para volver a planchar la oreja. La parrilla televisiva, enjuta de contenidos en la madrugada, solía ofrecer algún refrito por aquí, una repetición por allá y algunas retransmisiones de hockey hierba o balonmano autonómico, narrados por comentaristas con enciclopédicos conocimientos sobre el tema. Pero sobre todos ellos brillaba como el neón en Broadway la teletienda. Pequeñas obras maestras de unos diez minutos de duración que ofrecían todas las cadenas. A veces coincidían en varias al mismo tiempo. Eran cautivadoras. Fascinantemente repetitivas. Que levante la mano quien no se haya embelesado ante la sucesión de inventos y ocurrencias que nos presentaban estos espacios publicitarios.
Que alguien diga cómo se puede haber vivido sin una picadora como aquella. Lo hacía todo con sencillez. Sin esfuerzo se podían preparar salsas para tacos, tortillas y burritos. Picaba carne. Además hacía exquisitos zumos y purés; troceaba cebolla y cortaba en dados el tomate. ¡Y en juliana! Pelaba patatas, mondaba manzanas y rallaba queso... todo con un simple juego de muñeca, sin cables ni electricidad. Luego, con un pequeño accesorio, un mundo infinito de funciones igualmente prácticas aparecía ante nosotros como por arte de magia. Ciertamente, cómo se pudo vivir sin aquello. Y qué decir del kit de pintura que no goteaba; de la facilidad, rapidez y uniformidad con la que se pintaban paredes, puertas y ventanas, incluso lugares de difícil acceso. Con tal maravilla daban ganas de redecorar la casa cada mes. Como de estar fregándola a todas horas con el mocho ergonómico de fácil limpieza. Una voz en off nos advertía de lo miserables que podrían ser nuestras vidas sin aquellos artilugios y lo que mejorarían de tenerlos. Cómo es posible la felicidad sin el banco de hacer abdominales sin esfuerzo o aquel aparato multifuncional de gimnasia; cómo mirar hacia el futuro sin un masajeador o una manguera extensible; qué clase de individuo se puede ser sin una ensaladera de iridio, una cartera de aluminio (disponible en tres colores) o un taladro que tanto perfora una pared como fríe un huevo o ahuyenta mosquitos.
El locutor vencía nuestra ya débil voluntad informándonos de que si llamábamos “ahora” recibiríamos dos aparatos y nos saldría a mitad de precio. La casa se llenaba entonces de cientos de armatostes que acababan olvidados y amontonados, no sin antes haber expulsado a algún miembro de la familia para hacer sitio. Pero tragando como cachalotes caíamos una y otra vez ante una nueva herramienta, seducidos por los cantos de sirena de ese artero, taimado y bien estudiado sistema publicitario, refinado heredero de aquellos charlatanes de feria que vendían barato barato brebajes mágicos y productos milagrosos.
La reforma fiscal que anuncia el Gobierno es cojonuda. Quiero una ya.