La cita

No recuerdo con exactitud como se iniciara el asunto. A estas alturas me patinan las neuronas y coordino mal. Pienso si las cosas sucedieron así o las he inventado como cuando durante mis fiebres infantiles daba vida a los dibujos del estucado, mocárabes y rosetones, que adornaban el techo de mi dormitorio. Me había sorprendido la cita. No soy guapo, ni inteligente, ni simpático. Soy ese tipo que sólo encuentra fracasos y una copa inexpresiva donde reflexionar sobre los errores mil veces repetidos y mi incapacidad para enseñar a los rapaces las alas que les permitan volar.
Interrelación personal desconocida entre escribidora y mandante. Vivencias y testimonios adivinados. Sombras fabuladoras sobre la mesa de la cafetería. Compases alternativos. Antagónicos. Antes y ahora. Sueño y realidad. La Coruña urbana que se nos fue de la mano mientras esperábamos a Godot. Allí habíamos fijado la entrevista dos almas solitarias. En la movida del Orzán. Cuando el Paseo Marítimo se dispara frenético los viernes y sábados noches. Al lado del mar ágata que saluda al faro romano perdido entre oscuridades y vientos. Recuerdo el nombre del bar, “Delfín dorado”. Coqueto. Melancólico. Decadente. La vi con vavivén de marea azul cobalto. Misteriosa, digna, elegante. Ocupaba un velador pegado al ventanal que discurría alameda de porches. Me cautivó antes que dijera una palabra. Me atrajeron los ojos grises, la faz ovalada, la nariz graciosa, el borbotón de labios rojos y su pelo de chico color caoba.
“-Usted es Hermes, el de los cien ojos –me interpeló áspera pero cordial–. Lo siento. Una vez más no es usted el tipo que aguardaba, supongo que a usted también le habrá pasado muchas veces”. Cínicamente. Sin compasión escrutaba mi rostro cual si fuera cobaya de laboratorio. Intenté serenarme. Ganar tiempo. Escuchas en silencio…
Ella abonó la cuenta al camarero y salió con revuelo frustrado.

La cita

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