Cuando alguien nos da la mano esperamos recibir un efusivo apretón como signo de aprecio o respeto. Pero hay algunos que no la estrechan, solo la ofrecen floja, de modo que al contacto con ella parécenos estar tocando una sepia blandengue y escurridiza. Ante esa manera de dar la mano nos maliciamos que el sujeto no es de fiar. Al menos de entrada.
No sé si monseñor es uno de esos que extienden un cefalópodo por mano. Nunca tuve la oportunidad de estrechársela (ni especial interés en ello) pero esas facciones sibilinas y sonrisa esculpida no presagian calidez. No al menos de forma espontánea. Laxitud y un deje de hastío asoman cuando habla o se mueve. Parece que no va a suceder nada. Pero es como una carga de profundidad que cae lentamente, parece bailar un vals mientras desciende, y explota violentamente para mandar un submarino a las profundidades. Cuando monseñor habla es una de esas minas, capaz de enviar al Infierno a cualquiera. Paradójicamente, es su negocio. La última, en ese funeral de Estado por Adolfo Suárez al que no acudió ni un solo dignatario mundial, salvo un negro zumbón y algún sátrapa con un mantel en la cabeza (las gestiones del Gobierno al efecto o no fueron muy diligentes o hubo razones para ello). Ahí, ante ese selecto auditorio, monseñor se explayó y sacó una vez más la artillería. Habló del apocalipsis, de guerracivilismo. Aludió a la contienda fratricida, a las causas que la originaron y que podrían volver a provocarla...
La cuestión es que, sin estar equivocado, monseñor yerra –dicho esto en aspectos cuánticos–. Y es que si la tradición nos indica que cualquier secesión se resuelve a tiros, la lógica nos dice que ¿a quién coño le importa? Quién va a apretar un gatillo y se jugará el pellejo por algo que ni le va ni le viene (salvo por contrato a algún Yusneivy Coloquino o alguna Mileidy Briceño). En los tiempos que corren, quién va a dar su vida por eso si no se ha sido capaz de desatar la furia para empuñar un trabuco, como también manda la tradición, contra la corrupción, el abuso y el latrocinio de Estado (o en su defecto y a título simbólico contra el homúnculo de Hacienda ése). Acaso a monseñor le moleste que el laicismo radical y el relativismo cultural contra los que ha arremetido haya apagado el ardor guerrero de los contribuyentes de la reserva espiritual de occidente a los que les trae al pairo la cacareada unidad hecha con resinas artificiales. Será la memoria atávica de los tiempos en los que por el temor a otra papisa Juana un cardenal deslizaba su brazo bajo la sedia stercoraria. “Duos habet... et bene pendentes”, anunciaba el tocahuevos. O sea, dos y colgando. Al melifluo monseñor le debe inspirar y excitar el micrófono, y aunque blanda, no le tiembla la mano para, con dedos tentaculares hechos a palpar los compañones del sucesor de Pedro, tocarle otra vez los perendengues al personal.