La historia narra o describe la actividad humana; pero, al mismo tiempo, sólo los seres humanos son los únicos que hacen la historia.
La historia de la humanidad no es, por lo tanto, historia natural ni de los minerales, vegetales o plantas; la historia, propiamente dicha, es la obra creadora de la acción del hombre sobre la faz de la tierra.
La historia natural y la de los seres inanimados e irracionales es lineal y descriptiva; la de los seres humanos es libre, voluntaria, creadora y valorativa.
Sólo los seres libres son sujetos y protagonistas de la historia. Los demás seres de la creación son objeto o materia en la que se desarrolla el curso de los acontecimientos.
El hombre, a diferencia de los demás seres vivos, no sólo nace, vive, se desarrolla, reproduce y muere, sino que, además, como ser inteligente y libre, su entidad e identidad no se reducen solamente a su biología o antropología, sino, preferentemente, a su espíritu activo y creador.
Por eso, hablar de luces y sombras, sólo puede referirse a la actividad humana igual que progreso e involución, que son juicios referidos a los avances y retrocesos del hombre en su relación, no sólo con lo que le rodea sino, también, con sus semejantes.
Cuando se dice que “el hombre es el sistema” nos referimos al espíritu libre y creador de los seres humanos, eje y fundamento de los avances y descubrimientos de la técnica, la ciencia y la cultura.
Pero para que el antropocentrismo, o la idea del hombre como el centro y gran artífice de la historia, se desarrolle autónomamente, es preciso que se libere, tanto del voluntarismo como del providencialismo. Del primero, porque confunde el deseo con la realidad, negando el principio de causalidad, según el cual, no hay efecto sin causa. Y del segundo o teocentrismo, porque niega toda influencia o participación activa del hombre, remitiendo a los designios de la divinidad el curso de la historia.
Ambas tendencias son las más firmes negaciones del realismo que, en política, significa “actuar con los pies en la tierra”, es decir, no confundir lo deseos con la realidad; antes al contrario, luchar para que esos deseos se hagan realidad y no confiar en que la divinidad “nos saque las castañas del fuego”, sino que, según el principio, ayúdate que yo te ayudaré, que “cada palo aguante su vela” asumiendo, cada uno, la responsabilidad que le corresponda, sin eludirla ni endosársela a los demás.
Responsabilizarse de lo que hacemos en la vida, nos obliga a no escudarnos en el socorrido argumento de que “la culpa es de otros”, usado con frecuencia, sobre todo, por los políticos porque eso equivale a no reconocer los propios errores y pretender, de esa manera, eludir sus consecuencias.