La esencia de la individualidad consiste en mantener la identidad del yo a través del cambio. Eso supone ser uno mismo pero no ser siempre lo mismo. Es, lo que podríamos llamar siguiendo a Ortega, “el yo y sus circunstancias” pero, con la salvedad, de que el hombre permanezca siempre en su identidad, de tal forma, que el ser y el parecer, es decir, la realidad y la apariencia se den conjuntamente, pues tan necesarias son, para su identidad, las circunstancias que le rodean como el ser centro y eje de su actividad aunque cambien las condiciones circundantes.
Cuando el ser y la manera de ser de la persona coinciden o se corresponden, la identidad del yo se conserva y mantiene; es decir, se es fiel a sí mismo.
Pero para ser fiel a sí mismo tiene que, como decía Sócrates, “conocerse a sí mismo” y este conocimiento previo de su personalidad es la mejor garantía de no caer en la impostura, la hipocresía o la suplantación de la personalidad. Sin la propia identidad, la personalidad no existe o desaparece. Querer ser otro es renunciar a ser uno mismo.
Si “cada hombre es una criatura del tiempo en que vive”, como dijo Voltaire, hay que procurar vivir como se piensa si no se quiere terminar pensando cómo se vive.
“Sólo si me siento válido por ser como soy, puedo aceptarme, puedo ser auténtico, puedo ser verdadero”, según afirma Jorge Bucay. “Conocerse a sí mismo es el primer paso para toda sabiduría”, según Aristóteles, y “hay tres cosas extremadamente duras: el acero, los diamantes y el conocerse a uno mismo”, confirmaba Benjamin Franklin.
Ser uno mismo es el mejor regalo que podemos hacernos. La libertad de aceptarnos es la mejor manera de ser auténticos. Ser fiel a sí mismo es no dejarse manipular ni ser instrumento al servicio de lo que piensen o quieran los demás. “Cuando dejo de ser lo que soy, me convierto en lo que podría ser”, dijo el filósofo chino Lao Tse.
Esa idea de la individualidad preserva a los seres humanos de su condición gregaria o doméstica. No confundirse con la multitud ni sentirse miembro acrítico de la sociedad es garantía de la autenticidad del ser humano. El hombre no puede ser copia de sí mismo, ni réplica de los demás; debe ser original y auténtico en todos sus actos.
Ser auténtico es ser autor y actor de su propia vida y no un ser voluble o mutante en función de cómo “sople el viento”. Ya Montaigne decía que “la verdadera libertad consiste en el dominio absoluto de sí mismo”. De lo contrario, sería esclavo o siervo de los prejuicios sociales y de las presiones a las que la vida somete a las personas.
Según lo expuesto, merece citarse la opinión del pensador italiano del siglo XV, Pico della Mirandola, según el cual, “la dignidad humana consiste en poder escoger cómo vivir. A diferencia de los animales, que siguen irremediablemente el instinto, los humanos pueden decidir qué hacer con su vida, si obrar bien o mal”.
En definitiva, para conciliar necesidad con libertad debe reconocerse que, no habiendo tenido la voluntad de ser, nos corresponde decidir la manera de ser.