esencialmente, la democracia se distingue de las dictaduras y demás sistemas totalitarios por entender que la verdad política no es un don de aceptación unánime y de cumplimiento obligatorio, sino el resultado de la mayoría social, libre y periódicamente expresada.
En ese relativismo voluntario y de consenso radica la fuerza y vitalidad de la democracia; más aún, esa convicción es la que permite el diálogo y el pluralismo político, frente al monismo ideológico y el pensamiento único, contrarios a la disensión política y a la alternancia en el poder.
El valor de la democracia está en la igualdad y la felicidad de los ciudadanos, de tal manera, que siguiendo a Tocqueville, “la sociedad debe juzgarse por su capacidad para hacer que la gente sea feliz”, pues, como dice Victoria Camps, el fin de la política es garantizar que todos puedan buscar la felicidad”, pues “todos los hombres quieren vivir felizmente”, como decía Séneca; pero para conseguir ese fin, es necesario que sean más los que disfruten de la felicidad que los que vivan infelizmente.
Que la verdad en democracia sea el reflejo de lo que acuerde la mayoría, previamente aceptado, puede llevar a la conclusión de que todo acuerdo adoptado por voluntad democrática sea siempre bueno y beneficioso, lo que la historia y la experiencia se encargan de contradecir pues, no en vano, el ejemplo del triunfo del nazismo en Alemania en 1933 fue democrático en su génesis o en su origen pero degeneró en las consecuencias más negativas de la historia del pueblo alemán. Por eso, el político Todorov sostiene que la democracia se caracteriza no sólo por cómo se instituye el poder y por la finalidad de su acción, sino, también, por cómo se ejerce y, subrayando el argumento anterior, Jean Pisani-Ferry, afirma que “la soberanía popular sin el Estado de Derecho y el imperio de la ley no es democrática”.
La libertad es libertad para el que piensa de manera diferente, dijo Rosa Luxemburgo y en el apogeo del sistema democrático Abraham Lincoln, llegó a afirmar que “una papeleta de voto es más fuerte que una bala de fusil”.
Es innegable que la ley de las mayorías se basa en el principio de que es menos malo un error de la mayoría que se imponga a la minoría que un error de la minoría que se imponga a la mayoría, aunque ninguno de esos casos garantiza la verdad.
Si lo mejor es enemigo de lo bueno, la democracia no debe ser la “regla de la mayoría”, si ésta se utiliza sin respetar los intereses de la minoría, pues la democracia es el “gobierno en nombre de todo el pueblo”, aunque se ejerza por la voluntad de su mayoría.
Coincidiendo con esa idea, Albert Camus concluye que “la democracia no es la ley de la mayoría, sino la protección de la minoría”.