A. J. P. Taylor decía que “aprendemos de los errores del pasado, para cometer otros nuevos” y Bernard Shaw que, “el éxito no consiste en nunca cometer errores, sino en no cometer nunca el mismo por segunda vez”.
Las anteriores reflexiones y otras muchas sobre ese mismo tema ponen en tela de juicio la conocida frase de que “rectificar es de sabios” pues, si prevenir es mejor que curar, acertar es mejor que rectificar.
Rectificar es poner recto lo que estaba torcido; es reconocer el error cometido y corregirlo; pero es evidente que es mejor no cometer el error que tener que repararlo.
La rectificación sólo se cumple cuando no sólo se reconoce el error por el que lo comete, sino que se es consciente de los efectos y consecuencias que produce. Es, en este caso, donde surge la alerta para no caer o recaer en el mismo error, pues como dijo Chesterton, “el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra” y, además, no siempre escarmienta en “cabeza propia”.
En relación con lo anterior, conviene subrayar que el gran mérito de Sócrates no fue confesar que no sabía, sino en “reconocer su propia ignorancia” y, de ahí, su deseo y deber de alcanzar la verdad. En esa doble afirmación de “no saber” y tener “consciencia de su ignorancia”, radica la principal característica de la “docta ignorancia”, como madre de la sabiduría.
No son el orgullo ni la vanidad las características del hombre que se dedica, paciente y abnegadamente, a la búsqueda de la verdad.
Cuando Cicerón define la historia como “maestra de la vida” y “testigo de los tiempos”, nos está recordando no sólo que es una gran enseñanza para las generaciones venideras, sino y, lo que es muy importante, que es “testigo de los tiempos”. Esto quiere decir que la historia, a diferencia de las herencias, no puede ser repudiada ni tampoco aceptada a beneficio de inventario, es decir, aceptando lo favorable y eliminando lo desfavorable o negativo. La historia hay que aceptarla en su integridad, sin manipularla ni tergiversar lo sucedido, es decir, con sus luces y sus sombras, pues el pasado es irreversible y no puede ni reescribirse ni inventarse ni desfigurarse.
La historia nos acompaña como la sombra al cuerpo y solo es “magistra vitae” cuando nos alecciona para evitar en el futuro lo negativo y perjudicial de los tiempos pasados e imitarla en lo que tenga o pueda extraerse de favorable y positivo.
Herodoto, considerado por Cicerón el padre de la historia, alertaba de los conocimientos y enseñanzas que nos proporciona, afirmando que “de todas las miserias del hombre, la más amarga es ésta: saber tanto y no tener dominio de nada”.
El sabio debe ser más admirado por lo que sabe y sus aciertos que por sus errores o rectificaciones.