BATALLITAS

Los que lo hicieron lo saben bien. Nadie contará otra cosa del servicio militar que la de haber sido una época de camaradería pródiga en anécdotas y simpáticas excentricidades. Un mundo aparte que sólo el que participó en él sabe cómo es, hasta el punto de haber tantas “milis” como soldados pasaron por sus cuarteles.
Quien haya oído a alguno de esos hoplitas colegirá que el servicio a la patria fue una sucesión de francachelas. Hay quien apostillará algún mando excesivamente puntilloso y algunas desavenencias con él, pero poco más. En boca de todo bizarro soldado español la mili será siempre un campamento de vacaciones procurador de una guasa constante. El destino castrense, así fuese el lugar más inmundo, duro y apartado, a menudo será descrito como una jauja de bondades y maravillas difíciles de explicar al pobre diablo que no pudo disfrutar de aquella luminosa Arcadia o al infeliz que, por diferentes causas, se vio en la triste obligación de quedar exento.
Aunque, a fuer de ser sinceros, no todo era molicie y diversión en aquellos oasis, también había tiempo para el trabajo en la defensa de la nación –guardias aparte–. El quehacer de todo recluta consistía básicamente en instrucción. Por mi parte, recuerdo las lecciones de estrategia y tácticas de ataque que recibíamos en esporádicas maniobras desplegados por un mondo descampado, sin un matojo tras el que ocultarse, frente a un enemigo imaginario (un asalto desde las trincheras en Galípoli ofrecía más garantías).
Y cómo al cabo de unos minutos, tras un confuso y deslavazado avance, el sargento de turno, tal que un padre dirigiéndose a sus hijos con un “recoge esos cachivaches, lávate las manos y a cenar”, nos decía con voz calma y bondadosa: “¡Hala! Ya estáis todos muertos..., a formar en silencio, romped filas e id a coger el bocadillo”. Con ese bagaje castrense aún había cándidos fusileros que, exultantes, soñaban con ir aerotransportados a pegar tiros a algún remoto conflicto cada vez que “radio macuto” informaba de que la OTAN estudiaba enviar sus efectivos aquí o allá. Aunque la mayoría veíamos el asunto de forma más lúgubre.
Mucho ha cambiado todo desde entonces. Hay más profesionalidad y preparación, como se ha visto en la tercera más grande ocasión que vieron los siglos, tras Lepanto y Perejil, cuando la Armada impidió con firme decisión el abordaje en aguas canarias del buque prospector –230 metros de eslora y más de 52.000 toneladas– de una estratégica multinacional por parte de sanguinarios y feroces ecologistas que lo acosaban con sus mortíferas lanchas neumáticas. Aunque el operativo tuvo algo de autos de choque (todo hay que decirlo) resultó exitoso. La patria lo exigía. Y también las sillas en los consejos de administración, que andan caras.

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