"Cuando el agua me cubría la cintura daba media vuelta y regresaba a la playa, así en varias ocasiones. Era un cobarde, incluso para poner término a mi vida”. “Me pasaba por la cabeza, una y otra vez, empotrar mi coche contra un muro y terminar de una vez”. “Era tal mi angustia que cuando volvía a la vivienda pensaba en lanzarme por la ventana”.
Solo son una pequeña muestra de las innumerables situaciones vividas por demasiadas personas, en momentos de vulnerabilidad o dificultades económicas, sociales o personales.
Una vez conocemos ciertas estadísticas oficiales sobre el incremento del número de suicidios, no deberíamos obviar esta realidad y tendríamos que hacer algo más para prevenirlos.
Estas personas son ciudadanos que también tienen sus derechos y a los que deberían representar con el respeto que se merecen y no con la soberbia, la indiferencia y la prepotencia que les caracteriza, a muchos de nuestros gobernantes.
Las tradiciones familiares y la cultura popular han sido los culpables de crear una sociedad desigual, entre triunfadores, una élite de privilegiados que tienen libre acceso a todo lo deseable y las personas humildes y honradas que tienen que luchar contra viento y marea para sobrevivir.
Un mundo injusto y una sociedad inhumana en la que predomina el tener por encima del ser. Donde el que más tiene es siempre el mejor y el mileurista o desempleado es el más débil, el fracasado, el paria de la sociedad que únicamente despierta compasión pero que molesta a una gran parte de la clase media.