Muy a mi pesar, lamento decirles que el título de este artículo no es de mi autoría, sino de la madre Teresa de Calcuta, alguien a todas luces mucho más grande que esta servidora. Sin embargo, me van a permitir que al hilo de un título tan evocador como complicado de llevar a cabo, vierta una reflexión basada en mi humilde opinión. Teresa era sabia, y lo era no solamente por la obra y pensamiento que nos dejó como legado, sino también por regalar su vida a los que más la necesitaban. Por saber rodearse de personas que, a falta de riquezas materiales, le obsequiaron con ejemplos vitales que ningún tipo de moneda puede llegar a adquirir y que la posicionaron en un plano espiritual y, posiblemente emocional, muy por encima del resto de la humanidad.
Hoy, como les pasará a algunos de ustedes con mayor o menor frecuencia, me levanté pensando en la posibilidad de que mi nivel de exigencia general esté situado en un umbral algo más alto que el de la media, al igual que siento que algo parecido sucede con mis esfuerzos al tratar de adelantarme-de forma continuada- a posibles acontecimientos. La mezcla de ambos factores genera en mi interior un reiterado trabajo de superación con pinceladas de cierta insatisfacción por no poder ver más allá ni más rápido que hasta donde la intuición me lleva.
Escuchando esa especie de voz interior a la que solemos llamar conciencia, me dije a mí misma que ya estaba bien de preocupación y que debía tratar de centrarme en la ocupación, es decir, que como para bien o para mal desconocemos en gran medida aquello que puede llegar a suceder, lo más idóneo es emplearse en jugar las cartas presentes sin dejar de guardarnos un as en la manga por lo que la existencia nos pueda deparar. Y, tras esta asociación de ideas de jugar y vida, pensé que todo se trataba de un simple juego, de una especie de partida de cartas plagada de vicisitudes buenas y malas, que solamente terminan cuando nosotros nos vamos y que no suelen empezar a ser positivas ni negativas de repente, sino que sin darnos cuenta, somos nosotros mismos quienes las dirigimos hacia uno u otro camino, por medio de nuestros aciertos y nuestros errores, de nuestro empeño, de nuestro sacrificio, de nuestro aprendizaje y, por supuesto, de un pelín de suerte.
Si la vida es un juego, tal y como señalaba Teresa de Calcuta, no nos queda más remedio que jugarlo. Es absurdo limitarnos y agobiarnos más de lo debido. Si tan solo se trata de un entretenimiento-a veces benévolo y a veces cruel-, es de obligado cumplimiento tratar de exprimirlo; para ello, es preciso despojarnos de ciertos miedos y resquemores, así como de obligado cumplimiento intentar jugar la partida que nos hemos planteado, siendo sabedores de que aparecerán trabas contra las que habrá que pelear tirando de los recursos psicológicos que cada cual tenga.
Porque en realidad, la vida no es más difícil de lo que nosotros la hacemos en nuestras mentes. Por ello, quizás para comenzar a jugarla, debamos acometer reformas en nuestras entendederas. Posiblemente, la mayor lucha no se centre en cómo jugar las cartas, sino en la pelea diaria con nosotros mismos para dirigir nuestros pensamientos más oscuros hacia nuestros anhelos más luminosos. Sin prisa ni pausa, es necesario sacar de la chistera de cada cual una respuesta al pesimismo con optimismo, encontrar una forma de evasión mental, o simplemente aprender a reírnos de nosotros mismos confiando un poco en nuestra buena estrella y un mucho en nuestro raciocinio.