Afganistán ya está de nuevo en manos de los talibanes. La bandera blanca del emirato islámico ondea desde hace unos días en lo más alto del palacio presidencial de Kabul y la estructura de Estado liderada por Occidente a lo largo de dos décadas se ha desplomado como por ensalmo en pocas semanas.
Algo que en general ha sorprendido, pero que en medios especializados no lo ha sido tanto por tratarse, a su juicio, de la crónica de una muerte anunciada. Y es que Afganistán no ha sido nunca un Estado como los concebidos en Occidente, sino más bien un Estado semifallido, un narcoestado sometido a los vaivenes estratégicos de las grandes potencias. En definitiva, una encrucijada de intereses.
El rápido colapso ante los talibanes ha sido considerado como una derrota sin paliativos de Estados Unidos. Pero ha sido un hecho con implicaciones no sólo para la considerada como primera potencia mundial, sino que también ha puesto en cuestión la cohesión de la OTAN, cambiado de modo súbito el equilibrio de poderes en la región y dejado tocado a Occidente, sin liderazgo o referencia claros para afrontar posibles conflictos o acciones en política exterior.
Habrá que recordar, sin embargo, que la retirada no ha sido una iniciativa nueva puesta en marcha por la Administración Biden. Obama ya lo propuso durante sus últimos años al frente del país cuando habló de “un final responsable”. Y también fue él quien renunció a convertir Afganistán en un Estado de Derecho, para centrar sus objetivos en luchar y combatir contra Al-Qaeda. Su sucesor, Donald Trump, no varió en exceso de pretensiones.
No obstante, la llegada de una nueva crisis, casi de manera consecutiva, a causa de la pandemia, ha generado un consenso unánime en el Congreso de los EE.UU para centrar todos los recursos en la recuperación del país y en adaptarse a los cambios de la denominada cuarta revolución industrial.
A pesar de todo, Biden ha pretendido llevar a cabo una operación de imagen, puesto que no quería dejar en evidencia que las tropas estadounidenses habían sido derrotadas. Pero tal como han sucedido las cosas, el caos de la bochornosa evacuación final ha resultado estrepitoso. ¿Una mancha imborrable en su presidencia?
Constantes han sido estos días las referencias a lo sucedido en la capital vietnamita en 1975. Propios y extraños no han olvidado las palabras del actual primer mandatario estadounidense (8 de julio pasado) cuando aseguró que “bajo ninguna circunstancia” se verían escenas similares, con gentes subidas al tejado de la Embajada en Kabul esperando ser rescatadas. Cuarenta días más tarde, Biden ha tenido que comerse sus propias palabras.
Los talibanes lo han tenido claro: sabían que si aguantaban y enquistaban la contienda terminarían ganando. Y parecen haber sido también conscientes de que en las últimas cuatro décadas ningún gran Ejército ha ganado allí una guerra.