En unas de sus magníficas novelas, Marta Sanz desarrolla con poética precisión la idea del derecho a la debilidad. Ese principio elemental, tan legítimo y a la vez tan civilizado, que ha de poseer un individuo a mostrarse vulnerable cuando se halla ante una situación que lo lleva al límite. Ese derecho, que ha de reclamarse con vehemencia cuando el entorno social que rodea uno, a su vez, exige, impone y obliga a ser fuerte, a mostrarse sólido e inquebrantable, aunque el contexto sea insalvable. Empleando un mezquino, único y raso argumento: así ha de ser y punto. Como este mismo.
En cambio, la confianza, y así lo dice el latín, es un acto de fe. Depositar las esperanzas en alguien implica de algún modo desprenderse de la cautela, del instinto y dejarse guiar por el ajeno, sin demasiadas cortapisas. Y claro, supongo que llegar al punto en el que una gran parte de los ciudadanos de una ciudad de considerable tamaño, en un momento dado lleguen a sentir eso hacia ti, esa confianza honesta, inocente, casi desnuda de crítica, teñida de una ilusión conmovedora, puede provocar un vértigo muy difícil de expresar con palabras. Un complejo de farsante, un síndrome de impostor. Sobre todo, cuando tras un baño de masas, uno llega a casa y se contempla ante el espejo calzando unas zapatillas cutres y un pijama con agujeros. Hay que ser muy especial para asumirlo.
Y tanto concepto etéreo desemboca en los hechos tangibles de un pleno en el ayuntamiento. En una moción de confianza. La alcaldesa expuesta, fútilmente parapetada tras un micrófono desproporcionado, inmersa en el far west de un pleno donde las tribunas, que se hacen trincheras por momentos, descargan su artillería. Y esta vez los obuses, lejos de repartirse en diversos frentes como otras veces, tocan a zafarrancho e impactan únicamente en su gestión, en su labor, en su trabajo y en su nombre. En su persona.
Enmarcada por el respaldo de una vetusta poltrona, tan anacrónica y analógica, hace que la soledad plena, sólida y profunda que desprende desde la tribuna, resulte casi turbadora. Poco importa que reciba los ánimos, los apoyos o los parabienes entusiastas de los suyos, de quienes han de hacerlo, por convicción, por lealtad o porque toca.
La soledad del corredor de fondo. Allí, y está claro, sólo escucha su respiración, su corazón agitándose, dolorido bajo huesos, tendones y músculos. Una política, una persona.
Y el fotógrafo lo ve, lo percibe, lo capta, lo huele y lo intuye. Es su don y su oficio. Y mira y divisa más allá de esa flema, de esa aparente fortaleza apuntalada por el cargo que desempeña, de ese rictus de póker de madrugada. Despeja artificios, aparta la bruma y a través de su visor se centra en lo que las pupilas dictan. Y demonios. Hablan, y dicen y cuentan de todo. Entonces dispara una foto, y otra, y otra. Y narra la intrahistoria para quien sepa verla.
Porque el rostro impávido es silencio, pero los ojos proclaman ese derecho a la debilidad, a la de ser persona antes que personalidad. Y en esa encrucijada emocional se impone con éxito la dignidad de la compostura. La que exige el cargo.
La batalla dialéctica se está librando ahí afuera, entre tribunas, y sin embargo la guerra está dentro. La lleva dentro. Y el fotógrafo lo sabe, pertrechado entre las sombras dispara con la cadencia señalada por el gesto que habla, que se desprende y que a veces, informa.
Están sucediendo tantas cosas allí y, sin embargo, la política, por momentos gélida e imperturbable, se despliega en el salón consistorial como una telaraña, en la que, tras muchas vueltas, giros y contorsiones, todo encaja de manera aritmética con un resultado de antemano conocido. Antes de que esto suceda, en los instantes previos a que los votos del pleno dicten en su suma que ha perdido la confianza de la cámara, la alcaldesa lee un discurso.
Más que un discurso es el alegato de quien se percibe inocente, una enmienda a los errores, una chocante declaración de amor a la ciudad y a sus barrios. No muy brillante ni muy locuaz, pero a medida que el traqueteo de sus frases, de sus pausas y entonaciones, resuenan en el mutismo de la estancia y un deje de hondo cansancio va empapando poco a poco su voz, sus palabras comiencen a resultar insultantemente desnudas y sinceras. Resulta algo tan obvio que incluso, dicha percepción, parece reflejarse en los gestos de algunos de los ediles de la oposición. Pero los grupos valoran la gestión, no el discurso. Se alzan las manos y la democracia dicta sentencia.
Está claro que perder la confianza en alguien siempre resulta ser un acto doloroso, pero que alguien la pierda en ti resulta casi insoportable. Con muchas o escasas razones, a veces ocurre. Se levanta la sesión y los asistentes se apresuran a salir. Apenas algún breve corrillo comentando lo sucedido, fugaces saludos de cortesía o compromiso. Nadie parece estar a gusto. En el fondo nadie ha ganado demasiado y no ha sido asunto agradable. Se palpa.
El fotógrafo apura los últimos disparos y a otra cosa. De eso va siempre. En fin. Siempre hay otras crónicas. Las de la imagen. Las que retratan y hablan de personas. Que nos hacen recuperar la confianza en la política, aunque sea a costa de que alguien la pierda.
¡Cuántas cosas y tan importantes dejarán de contarse mañana en las noticias!