A un fotógrafo no le definen las fotos que hace, le definen mucho más las que deja de hacer.
La decisión del disparo trasciende más allá del encuadre, del instante y de la tarea asignada, y se transforma en un acto moral.
Un francotirador mata en su oficio y un fotógrafo, el que lo es de veras, con todas sus malditas consecuencias, lo hace a su manera.
Así que, con el tiempo, con la experiencia, y con las cicatrices de recorrer y arañarse la piel y el alma en las mil aristas de la profesión, el profesional toma consciencia plena del asunto, y entonces la mirada tiende, de un modo casi enfermizo, a tamizar con severidad el cajón desastre de la espuma de los días.
Y ante el suceso, ya con los dos pies plantados ante el acontecimiento, el fotógrafo siempre descarta lo obvio con la agilidad de los ojos de un gato. Desnuda con una rápida ojeada todo lo que está ocurriendo ante su cámara.
Sabe de sobra que el todo suele encerrar la trampa. El diablo habita inevitablemente en el detalle.
Y porque lo sabe y lo siente, porque ha sido y será siempre así, se centra siempre en lo más singular, en ese pequeño y delicado elemento imperceptible, en ese “cante” en el que flaquea siempre lo evidente, en ese gesto anecdótico para el profano, pero vital para el fotoperiodista. Ese fotoperiodista que ya hace tiempo ha dejado de ver y ha optado por mirar.
Por aceptar la fragilidad de todo, incluso la suya propia, y asumirla.
Hallándose siempre entre dos fuerzas encontradas, casi como un condenado, situado siempre en el medio y medio de ese torbellino, en ese “no man`s land”, en esa tierra de nadie que separa con violencia y brusquedad el respeto y la intimidad que merecen todas y cada una de las personas, de la obligación, de la necesidad y también del instinto de informar.
Ese peligroso filo sobre el que hacemos malabarismos.
Así que el fotógrafo veterano, el que en vez de arrugas en sus ojos tiene trincheras, carga a sus espaldas con el recuerdo de decenas de muertos, desgracias y cataclismos. En los sitios más insospechados, en los lugares más remotos o populosos. Tantas veces ha contemplado el drama en carreteras sinuosas y olvidadas bajo una cruel lluvia de abril o una templada lluvia de agosto, o en edificios malditos devorados en minutos por llamas madrugadoras. Ha vivido tragedias en playas violentas que se han tragado más vidas que la viruela, o en tugurios bohemios donde las navajas se pasean por nimiedades, en inocentes guarderías o en descampados sombríos.
La fatalidad no entiende de rentas ni de catastros.
Lidiar con la decisión del disparo es lo que te hace fotógrafo. Porque la catástrofe te obliga, te reta a decidir. Y uno ha de saber, ha de encajar, gestionar y digerir que esa resolución determinará que aquel instante, la imagen que vas a captar, convertirá un segundo pasajero en algo eterno. Que el dolor acotado de manera natural a ese momento, ahora se hará infinito. Inolvidable.
Con una cámara has hecho nacer esos fantasmas.
Y al tiempo, con la misma cámara, has creado tus demonios.
Demonios que te rondarán alguna que otra noche. De esas malas y oscuras que se agarran, y se pegan y que te roban el sueño. Esos diablillos que son tuyos, sólo tuyos, y que harán que te cuestiones por qué actuaste aquella vez con tan poco respeto, con tan poco tacto. ¿Por qué dejaste que tu vanidad, o tu morbo, o tu inmadura indiferencia te condujesen a tomar una imagen que jamás tendría que haber sido tomada?
Esa fotografía que se ha convertido en una maldición, en una obsesión y en un espectro para toda una familia, o para un colectivo, o para una ciudad.
Cada vez que la vean, cada vez que rebrote, inevitablemente el dolor retornará a sus corazones como una avalancha.
Y es que lo dicho. Cada uno a su manera.
El francotirador mata a mil metros por segundo.
La bala que te liquida no llegas a escucharla jamás. El sonido llega tarde. O la muerte muy temprano, según cómo se mire.
Lo mismo le ocurre al fotógrafo. Porque cuando te mata nunca llega tarde.
Es exacto. Da la nota en el lugar, en el momento y en el sitio.
Aprieta el obturador y te sentencia. Y lo sabe.
Y ahora ya puedes insultarlo todo lo que quieras. Pero te contaré un secreto. No es un buitre, ni un cuervo, ni un paparazzi.
Ha asumido el peso de su acto, ha cumplido con su obligación, es consciente de lo que ha hecho, y aún más de lo que ha decidido no hacer y que no ha hecho.
Venga.
Puedes llamarlo fotógrafo.